Sunday, July 27, 2014

Los valores, tras la muerte de Dios: “Nietzsche y la trasmutación de todos los valores”




Los valores, tras la muerte de Dios:
“Nietzsche y la trasmutación de todos los valores”

Introducción:

La historia de la filosofía, durante el siglo XIX, dio un giro radical a su manera de entender las cosas. La racionalidad, se había instaurado en la consciencia histórica como la facultad más privilegiada del ser humano, con la que podía captar las realidades absolutas y comprender los fundamentos de lo bueno y lo malo, y por lo tanto de los valores que de ellos se desprenden. El dirigir la vida por medio de los preceptos de la razón, parecía ser ya la aproximación última a la realidad absoluta, y el concepto metafísico de Dios aseguraba que el devenir histórico tuviera un sentido, un propósito. En este contexto surge una de las figuras más  polémicas de la filosofía, que con su agresiva crítica a la cultura cristiana, sacude los mismos fundamentos desde donde se erigían los valores pregonados en la cultura racional-occidental. El ataque más contundente a esta pretensión racionalista, es aquella línea en la cual Nietzsche, por medio de Zaratustra, nos hace llegar la nueva revelación, el acontecimiento decisivo que cambiaría el rumbo de la cultura occidental: “Dios ha muerto”.

1.- La muerte de Dios

Los valores son aquellas esferas de apreciación y adecuación de ciertos ideales, de ciertas formas de ser y de comportarse. En los valores se ha depositado la noción del crecimiento espiritual, del ensanchamiento de lo que el hombre es y el acercamiento hacia lo que debería ser. Pero eso que debería ser el hombre, eso a lo que se aproxima con el cumplimiento de los valores, ¿Qué es? O, incluso podríamos preguntar: ¿En realidad es algo? ¿Existe? En dado caso de existir un algo al que el hombre debe de acercarse, una tendencia a ser aquello que debería ser, entonces podríamos hablar de que en el fondo último de la realidad existe una unidad absoluta, un ser que llama al hombre a participar de su perfección, que lo llama a desprenderse de todo aquello que en él es imperfecto, para volverse así un ser puro y perfecto, y por ende, el llevar acabo la práctica de los valores, es acercarse a esta perfección.

Por supuesto que todo este esquema supone la existencia de aquella unidad absoluta, del ser como un ser perfecto, como un ideal a seguir, un modelo de vida “correcto” y “bueno”, que muchas veces se le ha considerado bajo el nombre de Dios. Dios es la unidad absoluta, lo uno, lo inmóvil, el fundamento de lo real en cuanto que sustancia primera, que ordena y da existencia al tiempo, pero el uno mismo se encuentra fuera del tiempo, y por tanto, es inmutable. Sin embargo, Friedrich Nietzsche nos habla de que esta noción de lo uno, perfecto e inmutable, no es más que una abstracción dañina para el hombre, una imagen errónea de lo que es el mundo y por lo tanto una imagen ilusoria de lo que el hombre debería ser. Así nos dice Nietzsche que “a todas esas doctrinas de lo uno, de lo inmóvil, de lo saciado y lo imperecedero, yo las reconozco como malas y hostiles al hombre, pues todo lo imperecedero no es más que un símbolo, es con esas imágenes que los poetas mienten constantemente. Los mejores símbolos son los relativos al tiempo y al devenir. Ellos han de alabar y justificar todo lo imperecedero.” (Nietzsche, 2002, p. 91) Por ello mismo, la figura que se postraba sobre el concepto de lo uno, que fue monopolizada por el dogma cristiano como fundamento absoluto de lo real y al mismo tiempo centro unitario desde donde emanan todos los valores, es figura, bajo el nombre de Dios, es rechazada por Nietzsche, pues al negar el uno y concebir la realidad como un eterno devenir, ya no se puede sostener esa imagen exagerada de lo que el hombre teme y en el cual el hombre se proyecta. Este Dios, que instaura el cristianismo como padre de toda la creación, impone sus leyes, sus valores sobre el confuso tumulto de seres humanos que desprecian la tierra poner sus ojos en el cielo. Ese cielo, esa promesa de perfección, de erradicación del mal como componente errático de la vida en la tierra, esa aspiración hacia lo alto, abandonando el suelo en el que hombre vive, designa lo bueno y lo malo, el pecado y la virtud, y pone como pecado el adherirse a la tierra, escuchar los caóticos susurros de los instintos, de la carne, del cuerpo. Es por ello que Nietzsche se apresura a decirnos que  “Dios ha muerto, y con él han muerto sus blasfemos. Ahora el más grande delito es pecar contra la tierra, y el dar más valor al insondable misterio que al sentido de la tierra” (Nietzsche, 2002, p. 15) Pues la tierra es el único terreno que pisa el ser, el único camino que recorre en su devenir eterno.

La muerte de Dios anuncia la resurrección del absurdo, de la confusión caótica que implica habitar en un universo sin propósito y sin sentido. Es el devenir que se desborda sobre lo existente con un ritmo sin métrica y sin orden. La moral, en este caso, no cabe dentro de la conceptualización del ser. El ser es fluido, torrente vital que plasma su voluntad en el plano de lo terreno. Sin Dios, no hay valores, pues éstos están ligados a una estructura metafísica que dota de orden y sentido a la realidad “y, en cuanto Dios y la moral se consideran como el fundamento de todos los valores, su rechazo implicará, en un primer momento la negación de todo valor y la caída en el nihilismo, que lleva a considerar que todo es absurdo y carente de sentido” (Ninet, 2008, p. 1)

2.- El devenir loco

En esta corriente vital, flujo energético de la voluntad de poder, el hombre se proyecta sobre su mundo como el trayecto mismo de la voluntad. Es su el instrumento mediante el cual se hace manifiesto el devenir del todo. Es ese  foco de atención, ese hueco por donde fluye la voluntad del todo. Y la voluntad del todo es ley, es desenvolvimiento de la fuerza que moviliza el mundo. Por ello, es “este nuestro es el que nos revela el ser con mayor sinceridad; este yo que crea, que quiere, que valora, y que en sí mismo es el valor y la medida de todas las cosas” (Nietzsche, 2002, p. 36) Y ese ser que habita en todos los es el mismo para todos, de hecho, es la única realidad existente, que se esfuerza por adquirir, por conquistar su mundo, transmutando todo cuanto toca, en un dinamismo constante, inagotable, que se manifiesta en todas las formas de vida. “Donde hay vida, sólo hay una voluntad; pero no se trata de una voluntad de vida, sino de una voluntad de poder” (Nietzsche, 2002, p. 122) Y esa voluntad es la creadora de todo sentido, es el flujo mismo del sentido, al contrario de la visión cristiana en la que el sentido se encuentra siempre orientado hacia arriba, hacia el cielo, hacia la Imitatio Christi[1]con la cual se consuma el sentido del hombre, el “deber ser” que impera en el alma. En cambio, en la cosmovisión Nietzscheana, “el devenir no tiene ningún valor, porque falta una cosa con la cual se pudiera medir y en relación a la cual la palabra tenga sentido” (Ninet, 2008, p. 2) Su rumbo es caótico, explosivo, sin ningún sentido unitario, sino más bien múltiple y contradictorio. Por el contrario, no hay una meta a seguir, no hay una finalidad, no hay teleología que sirva como trayecto asequible para la voluntad. De ello se desprende la “reflexión de Nietzsche que señala que no existe modelo alguno ideal en relación con el cual esté justificado pretender que el ser humano deba esforzarse por aproximarse a él” (Ninet, 2008, p. 4) Y esto implica que tampoco existen valores absolutos, pues no hay un rumbo, no hay mapa. Los valores pierden sentido una vez que se les sustrae de su fundamento. Dios sostenía como pilar fundamental lo establecido como “lo bueno y lo malo” y en el devenir loco, no hay dirección, por lo que lo bueno y lo malo son relativos a circunstancias particulares, pues se remiten siempre a lo bueno   algo, o malo este fin. 

Esta relatividad de los valores, nos habla entonces de la necesidad de entenderlos siempre bajo cierto contexto, es decir, los valores se expresan como buenos o malos en ciertas circunstancias y por ello, dependen de una relación, no son nada en sí, sino que están totalmente ligados y dependientes a los sucesos o personas específicas. Así, “de acuerdo con Nietzsche, el concepto de bueno se ha entendido como un concepto relacional, de manera que decir que algo es bueno equivaldría a que es útil para un determinado fin, o que es placentero.” (Ninet, 2008, p. 3)

3.- La transmutación de todos los valores

Así pues, nos desligamos por completo con la postura axiológica que fundamenta los valores en una realidad absoluta, por lo que los valores vendrían siendo “de por sí” validos, ya que estarían ligados a la realidad trascendente, inmutable, que les confiere su estatus ontológico de verdades, a la manera de las ideas platónicas. Por supuesto, en el cristianismo, aquel ser último y absoluto que les otorga su realidad a los valores, toma forma y nombre con el concepto metafísico de Dios, que es quien transmite a su pueblo elegido una tabla de valores que han de considerarse la autoridad máxima, la ley divina. Los diez mandamientos no son sino el desprendimiento de los valores cristianos como mandato de la voluntad absoluta, que bajo esta perspectiva,  los valores son verdades reveladas que han descendido del cielo, en nombre de una voz eterna y moral.  Claro que Nietzsche, como destructor furioso de lo establecido, de lo estancado que aprisiona el devenir y lo azota contra sí mismo, refuta la creencia en esta entidad divina y establece que “han sido los hombres, y nada más que los hombres, los que han determinado lo que es bueno y lo que es malo para sus pueblos. No lo recibieron por inspiración ni lo descubrieron en la naturaleza; no les vino como si fuese una voz del cielo. Fueron los hombres que buscaban su propia supervivencia, y fue por ello que comenzaron a dar sentido y valor a las cosas.” (Nietzsche, 2002, p. 64) Y debido a que el devenir se encuentra incesantemente cambiando, mutando todo lo que toca, abriéndose paso mediante la voluntad de poder por sobre las normas establecidas, tendrá también que destruir todo aquello que la aprisiona. Y en este aspecto es bastante próximo a los planteamientos de Georg Simmel[2], que no es de sorprenderse, pues ambos pertenecen a esta corriente vitalista en la que se pretende ingresar lo irracional dentro del devenir histórico. Por ello mismo, el constante movimiento del devenir, el flujo vital que circula por las personas, debe romper con la tradición, con la solidificación del espíritu que se ha quedado estancado en las antiguas formas de concebir lo bueno y lo malo. “Si los valores cambian y se transforman es porque también cambian los hombres que los crean. Pero el que es capaz de crear, también tiene que ser capaz de destruir.” (Nietzsche, 2002, p. 65)

Aunque en nuestra cultura actual, los sistemas axiológicos determinan lo bueno y lo malo en referencia a la conservación y respeto de lo actualmente establecido, el nihilismo implícito de Nietzsche nos insta a destruir aquellas estructuras solidificas que entorpecen el devenir con sus arcaicas tablas de valores. Es ya un lugar común la expresión del “miedo al cambio”, pero en este contexto, la aterradora vitalidad inherente al devenir, arrasa en su paso todo aquello que le estorbe en su camino, y nos vemos obligados a sucumbir ante el pánico ante cada nueva oleada de destrucción que se nos atraviesa. “¿A quién odian por sobe todas las personas?: al que rompe su catálogo de valores, al destructor, al criminal; pero éste es el único capaz de crear (…) El creador busca a otros que sean como él, capaces de crear; busca a los que establecen nuevos valores y nuevos catálogos.” (Nietzsche, 2002, p. 26) En esta aseveración, Nietzsche nos libera de la culpa inherente en cada acto de destrucción, al mostrarnos el otro lado de la moneda, pues la destrucción es también creación, es disolución de lo antaño para permitir paso a lo nuevo, abrir camino a la voluntad de poder, al devenir infinito. Por lo mismo, el acto de valorar, es siempre un acto subversivo, que rompe con las rígidas normas del pasado para establecer nuevas pautas, nuevos caminos. “Valorar es crear. ¡Escuchen esto, creadores! El hecho mismo de medir y dar valor es de por sí un tesoro y la joya de todo lo que se valora. Si existe el valor es porque existe el hecho de valorar” (Nietzsche, 2002, p. 65)

Conclusión:

La muerte de Dios nos deja frente a la aterradora vacuidad del ser, ante la nada absoluta que nos observa con sus ojos abismales susurrando secos quejidos que revelan su significado más íntimo: “Nada tiene sentido”. Pero en vez de sucumbir ante la angustia y el desasosiego, Nietzsche nos invita a decir un rotundo Sí a la vida, un sí a esa absurda experiencia de vivir que no conlleva ninguna finalidad y ningún propósito. Pues al aceptar la ausencia de Dios, estamos también afirmando nuestro poder demiurgico,  ya que al no existir valores absolutos, tenemos nosotros el poder de crear, de establecer nuestras propias reglas morales y tomar por nuestro el mundo entero. A través de Zaratustra, Nietzsche se propone a dar las buenas nuevas, que Dios ha muerto y así nuestro espíritu no tiene ya que cargar con la pesada tabla de valores añejos. Es tiempo de crear y para ello es necesaria la transformación del espíritu, que de camello se transforma en león, y finalmente en niño. “El niño es inocencia, olvido, el niño representa un nuevo principio, un juego, una rueda que se pone a rodar por sí misma: un niño es un echar a andar inicial; el niño es la santa afirmación del , pues el espíritu quiere ahora hacer su propia voluntad, y al retirarse del mundo, conquista su propio mundo.” (Nietzsche, 2002, p. 31) Y esta es la invitación de Nietzsche, que nos tiende su mano y nos indica que podemos bailar en el abismo. Tomar la vida como un juego cósmico, como un eterno retorno sobre lo mismo, implica arrojar al mar del olvido aquellas tablas de valor que tanto han ofuscado nuestra divinidad interna, la voluntad de poder. 

Bibliografía:

NIETZSCHE, Friedrich. Así habló Zaratustra. Grupo editorial Tomo, 2002.
NINET, Antonio García. Nietzsche: la negación de los valores y el nihilismo. Revista “A Pante Rei”, 2008.


[1] La imitación de Cristo como modelo ejemplar de los valores, como vía crucis de salvación. Para mayor información, consultar la obra de “Paideia” de Werner Jaeger.
[2] Filósofo y sociólogo aleman que se adhiere a la corriente vitalista, en la cual es la vida el fundamento ontológico que explica los constantes cambios que se desenvuelven en la realidad.

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