Sunday, July 27, 2014

El Mentiroso



El mentiroso

“Fíjate en esa puerta, enano –le dije-. Tiene dos vertientes. Hasta aquí conducen dos caminos que nadie ha recorrido por entero. La vereda que marcha hacia atrás se prolonga una eternidad, y lo mismo pasa con la que marcha hacia adelante. Los dos senderos se encuentran frente a frente, sus cabezas se juntan y convergen en esta puerta grande. En ella se halla escrito su nombre: se llama .”
-Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra
Soy un escritor. Siempre he considerado que la escritura es una especie de magia, el texto un hechizo, una alquimia de las palabras. A manera de cábala, la escritura ordena signos, letras, para construir un mundo, una realidad literaria. Los universos ficticios que crea la escritura, envuelven la realidad y la arropan momentáneamente, las disfrazan, de la misma manera en que el escritor se disfraza, se reviste de máscaras y monta un espectáculo imaginario, una danza de fantasmas. 

Para llegar a ser escritor, primero tuve que ir en búsqueda del teatro de ilusiones. Supe del teatro de ilusiones por un texto que escribí hace algunas páginas, una historia que no tuvo lugar en ninguna parte, aunque quizás realmente está sucediendo, en un tiempo desencadenado, en un mítico sueño que aún no ocurre o que ocurre todo el tiempo. En fin, mi historia ocurrió ahí, en el teatro de ilusiones. Un lugar fuera del espacio y del tiempo. Nadie accede ahí sin una invitación, sin un llamado. Pero además del llamado, hay que buscar un laberinto y cruzar al otro lado de la puerta-espejo. Yo fui invitado por un cuervo, que se posó sobre mi cabeza y emprendió el vuelo, dejando una llave sobre mi cabello, en mi nido de ideas. El camino fue muy largo, y no quisiera aburrirlos con todas estas mentiras. El punto es que llegué, y a lo largo del camino, observé a otros viajeros, navegantes de sueños que recorrían el laberinto. Algunos de ellos artistas, filósofos, poetas, cineastas,  músicos, bailarinas, y uno que otro científico perdido. Al llegar a la puerta-espejo, tuve que hacer un ritual gnóstico; Ouróboros. Con mi pluma, hice que la serpiente que circula en las orillas del tiempo se mordiera la cola, de esa manera, junté sus extremidades, sus polos opuestos: pasado y futuro; y entonces se abrió la puerta que me llevaba de retorno al lugar de origen, al destino de todas las cosas: la eternidad. Y ahí me vi sentado, en el jardín del edén.

Era un jardín bastante bello, luminoso, con árboles florecientes y frutas de todos los colores. Había pájaros y pavo reales que cantaban alegremente en un desfile de música celestial.  En medio, había una especie de luz, en la que se reunían algunos de los viajeros que había visto en el laberinto. No todos llegaron, pocos fueron los que encontraron la apertura a lo eterno. Nos vimos los unos a los otros, nos felicitamos, lo habíamos logrado.  Estábamos debajo del astro del día, un sol brillante se postraba en la cima e iluminaba el jardín y lo pintaba de alegría. Me detuve un momento, contemplé el baile de los viajeros, que danzaban alrededor del astro del día. Pero una sospecha horrible me invadió, pues todo me parecía como de fantasía. La duda me arrastró fuera del círculo de alegría y mi caminar me llevó a los bordes del círculo sagrado. Allá, en los límites de la claridad, cercano a las tinieblas de la noche eterna, observé un árbol muerto, con enormes ramas secas que parecían garras de ultratumba.  Me acerqué y me recosté en el tronco de aquel ser que alguna vez tuvo vida. Desde la oscuridad, contemplé a los otros viajeros que danzaban en torno a la luz prendida, en mi ángulo mortecino, pude comprender la fuerza que animaba sus cuerpos al ritmo de la vida. Aquella llama brillante, el fuego fatuo que envolvía a las creaturas,  era la chispa que proyectaba sombras y siluetas que aparecían como rostros humanos. Los viajeros, todos ellos fantasmas, un teatro de muertos cuya ingenuidad les hacía creerse con vida. ¡Ay! El dolor, la angustia, la melancolía, yo también estaba muerto y mi fantasma lo sabía. Pero siendo yo un gran adepto al teatro de ilusiones, quise sumergirme más en la oscuridad, comprender el misterio que envolvía esta mascarada. Caminé hacia la noche, me envolví con sus mantos negros, y poco a poco comencé a ver el “telar”, el velo de maya, y los filamentos con los que se compone la realidad, la ilusión de tridimensionalidad, el tejido mágico con que se  nos aparece el mundo fenoménico. Mi consciencia dejó de sentirse humana. Pronto escuché sonidos imaginarios, extrañas melodías invisibles, irreales. Desde el abismo infinito de la vacuidad del espacio, surgió una figura enmascarada, un danzante cósmico de túnica negra y máscara de pájaro. La densidad de su presencia nebulosa y abismal cancelaba toda duda acerca de su visita. Estaba ahí, tan crudamente real, más real que la misma realidad. Desplegaba una sonrisa burlona, digna de un bufón cósmico.  Un dios siniestro, como la muerte, enmascarado, silencioso, paradójico. Era una presencia ausente, del espíritu de la locura, de la ambiguedad, de los caminos, de los secretos, del oscuro misterio. Este ser extramundano se rodeaba como de finos hilos, de dimensiones microscópicas y macro-cósmicas. Caminaba por entre los bordes de los universos, de las palabras, de las cosas. Habitaba entre las polaridades, en el cruce de caminos. Ni esto ni aquello, ni vivo ni muerto, ni real ni ficticio. Andrógino, ambiguo, paradójico. 

Comprendí que estaba ante el dios de las mentiras, de las ficciones, el dios de los escritores. “Tu alma está marcada” escuché en mi mente, “eres mio”. Me pidió, en un lenguaje silencioso, una gota de sangre, un sacrificio de vida, para otorgarme el don de la magia, de la escritura, de la mentira. Inmediatamente vino a mi mente la imagen literaria del Fausto, y su pacto con el demonio Mefistófeles. En ese momento, mi vida estaba en la situación arquetípica, recurrente en la literatura, del ocultista que hace un pacto de sangre con el diablo, a cambio de un poder sobre la tierra. En una cíclica eternidad, la fantasía de mi vida estaba ya escrita. El dios oscuro me mostró mi destino, si aceptaba el don del engaño cósmico. Observé lo que sucedería, leí los motivos literarios de mi existencia. Entró un vértigo a mi consciencia, un miedo sobrehumano me acogió al encontrarme en el momento de la decisión, suspendida estaba mi alma entre una paradoja que parecía irresoluble. Por un lado, estaba esta extraña entidad, el burlon cósmico, al que la cosmovisión cristiana llama el diablo, o lucifer. Por el otro, a lo lejos se veía la fogata con los demás viajeros del sueño, algunos danzando alrededor de la fogata, riendo, abrazándose cerca de la luz, llenos de amor y alegría. Del lado de la muchedumbre se encontraba el Dios benefactor, el padre protector, el dios de la luz, del bien, del amor. En cambio, yo me encontraba lejano, en la oscuridad de la noche, frente al macabro espíritu del engaño. La dualidad sagrada, el bien y el mal, con sus correspondientes regímenes ontológicos. Por el lado de la luz, encontraba protección, amor, claridad y libre albedrío. En cambio, la noche me ofrecía un mundo lleno de dolor, un universo trágico, estético, un campo lleno de fuerzas invisibles, dioses paganos que hacen de los hombres sus juguetes, sus títeres para representar sus dramas cósmicos. En esta concepción, no existía el libre albedrío, el hombre estaba atado a las oscuras fuerzas del destino, a los caprichos de los dioses. Ahí estaba yo, crucificado entre la luz y la oscuridad, en el cruce de caminos, en el instante metafísico, en la paradoja de estar atorado entre dos mundos, uno en donde realmente podía decidir hacia dónde moverme y otro en el que la libertad era tan sólo una ficción. Volví al asunto que me planteaba el enmascarado: una gota de sangre, un sacrificio. Aceptar el dolor, implicaba aceptar la tragedia de la vida, la burla siniestra que es nuestra existencia efímera y sin sentido. Entonces pensé “Si mis pensamientos y mis acciones están ya escritos, nada hay que pueda hacer para evitar el destino, por lo tanto, no hace falta ningún sacrificio”. El siniestro sonrió, había entendido su truco, había adivinado su acertijo, había hecho trampa al tramposo. “Entonces”- me dijo- “Escribe en el mundo”. La realidad como lienzo, como hoja en blanco, mi cuerpo y mis acciones como el texto, como la magia que acciona las ficciones del teatro cósmico de los dioses. Nuevamente entré en pánico, ahora el dios de las paradojas no me pedía mi sangre, sino quería que que escribiera una historia para él en el mundo, que utilizara el don de la “magia” para hacer que algo suceda a mi alrededor. Sin mal no hay dramas ni tragedias, y entonces la eternidad se vuelve aburrida. Escribir es un acto diabólico, por lo que el mal y la literatura están íntimamente intricados. Traer el mal al mundo, eso me pedía el espíritu de las mentiras. Y veía a aquellos otros danzantes, protegidos por la luz de la fogata, una divinidad benévola los envolvía. Los repudiaba, me daba asco su mediocridad, su regocijo en el fango de la banalidad, la simplicidad simiesca, la estupidez de su felicidad. Estaban ciegos, no entendían que estaban muertos, o más bien, que no existían, su inocencia les permitía una artificial alegría, una ilusión de vida. En cambio, yo estaba condenado por el conocimiento, había probado el fruto prohibido. Pensé que esta guerra cósmica entre la luz y las tinieblas no tenía ningún sentido, que el tiempo entero no es más que la lucha eterna entre estos dos principios. Nunca iba a terminar. Estaba atrapado en el tablero de este juego siniestro. La infinita tensión de la existencia me provocaba un sufrimiento y una angustia sobrehumana, un dolor sagrado. Entendí el camino del silencio, de la renuncia, de la santidad, la resignación espiritual de actuar en el mundo. Recogerse sobre la propia consciencia, negar la dualidad y fundirme en el silencio, vaciar el universo de toda especie de narrativa. Disolverme en la nada. Me volví por unos instantes en observador pasivo, tan sólo contemplé la escena de este drama cósmico. Este era el camino de los “iluminados”, el sendero del buda.  Permanecí en ese silencio por algunos eones, y al volver, decidí gatear hacia el astro del día, como un animalillo curioso me fui acercando hacia la luz, en donde una mujer exaltada hablaba del amor, de la belleza de la vida, del cariño. “Todos necesitamos abrazos”, nos urdía, “vengan, denme un abrazo, yo los amo a todos, les quiero dar un abrazo, eso es lo que nos falta”. Me acerqué, le di un abrazo, sentí su calor y sonreí junto con ellos. Me contagie de su felicidad, permanecí un rato con ellos en silencio, observándolos, sonriéndoles, amándoles. Pero la espuma de esa alegría era tan superficial, que inmediatamente la vi desaparecer, esfumarse como un humo de colores. Quería volver a la oscuridad, quería volver a probar el conocimiento prohibido. Me retiré, volví a la densidad de la noche, y seguí contemplando a los ojos de la muerte. El misterio y lo invisible, me hicieron comprender la tragedia de la vida, un eterno conflicto irresoluble, el universo como un choque de contrarios. Pero vino de nuevo el enmascarado, y me habló del equilibrio, del punto medio, del estar en el cruce de caminos.  Sin decidir, sin moverme a un lado ni al otro, permanecer entre los mundos, ahí estaba el arte, ahí estaba la magia, ahí la escritura. Y en ese instante, el teatro de ilusiones me abandonó, y volví a mi mortalidad profana, al mundo humano, hecho de tiempo y espacio, atado a leyes de causalidad, donde nada interesante sucede, al mundo de la luz, de la verdad, donde no existe la magia, donde mi visión no fue más que un juego ficticio de humo y espejos, un engaño. Y entonces, comprendí lo que debía hacer ahora: hacerte creer, estimado lector, que todo esto fue una mentira.

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