Sunday, July 27, 2014

“La realidad es pura ficción” Indagaciones filosófico-literarias acerca del lenguaje




“La realidad es pura ficción”
Indagaciones filosófico-literarias acerca del lenguaje

¿Qué es la vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño:
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son.
La vida es sueño. – Pedro Calderón de la Barca

Introducción: 

Amor, olvido, locura, abismo, felicidad, vida,  mundo, cosmos, ser, Dios, yo. Al leer estas palabras, este conjunto de letras ordenadas, signos configurados en una sucesión determinada por un contexto histórico, social y cultural que nos permite descifrar el contenido semántico que se encuentra inmanentes en cada palabra, podemos darnos cuenta de la fuerza del lenguaje para provocar en nosotros una serie de imágenes, abstracciones y pensamientos que configuran nuestra percepción de la realidad. Mediante signos, tratamos de capturar abstracciones, fenómenos del pensamiento que se estructuran por medio del lenguaje, un lenguaje que compartimos con una comunidad, una cultura, una historia, una sociedad, una cosmovisión.   Las palabras nos permiten comunicar los contenidos de nuestro pensamiento, emitir significados, referenciar experiencias, vivencias, percepciones, emociones. Las palabras nos permiten entendernos, entender al mundo, entender a los otros. Las palabras nos permiten ese puente, ese dialogo entre la Mismidad y la Otredad. Todo esto es posible gracias al lenguaje, que opera como un mediador, entre nosotros y el mundo, entre el afuera y el adentro, entre tú y yo. Pero el lenguaje es todavía más que eso, puesto que el lenguaje, al configurar nuestro pensamiento, al ordenarlo y estructurarlo de manera que quepa dentro de los límites de una cosmovisión, recorta nuestra percepción de la realidad, le da un sentido particular a la vida y nos determina a pensar dentro de las categorías posibles del lenguaje. Por eso, el lenguaje nos permite entender el mundo, habitarlo. Pero al mismo tiempo nos restringe y nos moldea, acota nuestros pensamientos, ajustándolos a sus propios límites. Ya decía Wittgenstein que “los límites del mundo, son los límites de mi lenguaje”[1], pues ciertamente necesitamos del lenguaje para poder habitar el mundo e incluso para referirnos a nosotros mismos, pero es también el lenguaje una burbuja que me encapsula en un sistema de significaciones, define la totalidad de nuestros horizontes. Por medio de este ensayo, utilizaré este mismo artificio, esta herramienta constructora de significado que es el lenguaje, para explorar sus avenidas, sus laberintos discursivos, con el afán de encontrar regiones del habla y de la palabra que nos revelen un poco más sobre nuestro ser y sobre el mundo. Apoyandome de Michel Foucault, Dardo Scavino, Paul Ricoeur y Nagarjuna indagaré en un proceso hermenéutico del sujeto y sus relaciones con el ser del lenguaje, puesto que el lenguaje, en su fondo, se nos revela tan sólo como narración, como discurso vacío y como ficción.

1.- Discurso y realidad

El ser del lenguaje, es un ser ordenado, que tiene reglas internas, que opera bajo la supervisión de una gramatología, sintaxis. Cada palabra es una ordenación selectiva de las letras que componen el lenguaje, y gracias a esta ordenación podemos referir los significantes (Las palabras o sonidos) a los significados (aquello a lo que la palabra se refiere). Tenemos entonces que el significante “Libro” es una ordenación de las distintas letras que la componen (o, i, b, r, l) pero ordenadas de una manera que permitan referir a ese objeto portador de hojas que contienen palabras que conducen hacia algún sentido “real” o “ficticio”. La modificación de uno o más  elemento de la palabra (por ejemplo, sustituir la letra o por la e) deriva en otro significado, como libre, liebre, labra, libra, etc. Además, cada palabra tiene una carga histórica y cultural que le otorga una cierta carga significativa dependiendo del contexto y de la cultura en la que se habita. La palabra libre tiene una connotación diferente si se enuncia en las expresiones “Dios nos libre”, “libre albedrío”, “libre expresión”, etc.  Por ello, las palabras se van aglutinando las unas con las otras para formar frases que contengan sentidos, para elaborar enunciados portadores de significados. La concatenación de toda una serie de frases y enunciados conectados de manera lógica y coherente, se convierte en un discurso. Un discurso es una serie de palabras, frases, enunciados, ordenados según ciertas reglas gramaticales y semánticas que permiten expresar algún pensamiento. Podemos asegurar que en el caso de la filosofía y de toda disciplina discursiva, toda doctrina ideológica se compone de una serie de discursos que engloban toda una cosmovisión, una explicación de la realidad, del mundo, del ser, del hombre, de la vida y de la verdad. Todo discurso descansa sobre el supuesto de que la palabra, el lenguaje, refiere a una realidad objetiva, un mundo que existe previamente a la enunciación de su existencia. Había una vez un filósofo post-estructuralista, llamado Michel Foucault quien desafió esa noción del racionalismo occidental que presupone la “presencia” de un referente al que apela el lenguaje y se lanza en la profunda indagación de la relación entre las palabras y las cosas. “Los discursos”, nos dice Foucault, “según cabe oírlos, según cabe leerlos en su forma de textos, no son, como se podría esperar, un puro y simple encuentro de cosas y palabras. (…) El discurso no es una leve superficie de contacto, o de enfrentamiento, entre una realidad y una lengua, el cruce entre un léxico y una experiencia. (…) al analizar los discursos mismos, se van aflojando los lazos, aparentemente tan fuertes, entre las palabras y las cosas, y aparece un conjunto de reglas propias de la práctica discursiva. Estas reglas no definen la existencia muda de una realidad, ni el uso normativo de un vocabulario, sino el régimen de los objetos”[2]. Es decir, los discursos se ordenan de manera lógica y coherente pero de manera que se refieren más bien al lenguaje mismo como realidad, pues la construcción del sentido de la que participan, no se encuentra ligada a una realidad “objetiva”, pues de hecho este término de “Realidad Objetiva”, no es más que una configuración del lenguaje para definir un significado que sólo tiene validez dentro del mismo lenguaje que lo enuncia. El lenguaje, como herramienta de trabajo de los discursos,  construye sus propios objetos de conocimiento, e incluso sus propias condiciones de “verdad” (término que también se encuentra configurado desde una perspectiva onto-lingüística, en la que se identifica la verdad con la adecuación entre las palabras y las cosas) en un proceso que regula las reglas sintácticas del discurso, lo acomoda de manera que cumpla con sus propios criterios de “verdad” y “objetividad” y por lo tanto, se auto-valida. Así, Foucault nos insiste en no tratar “los discursos como conjuntos de signos (de elementos significantes que remiten a contenidos o a representaciones), sino como prácticas que forman sistemáticamente los objetos de que hablan.”[3]

Las prácticas discursivas son entonces artificios del lenguaje para la construcción de sentido, y al igual que el lenguaje, los discursos se componen dentro de cierto marco de referencia que le otorga lógica y coherencia, que lo vuelve “valido”, por su  adherencia a los criterios de “verdad”. Pero estos criterios de “verdad” varían según la época, con lo que Foucault llama episteme, como un conjunto de saberes acumulados y ordenados dentro de un contexto histórico-cultural que articula los criterios de validez de los discursos.  La episteme es el “orden oficial”, la “medida correcta” con la que aceptamos o rechazamos los discursos y las explicaciones sobre la realidad, sobre la vida, sobre el bien y el mal y sobre Dios, por tan solo mencionar algunos cuantos problemas filosóficos.  Pero el orden de las cosas que nosotros consideramos como leyes intrínsecas a la realidad, no es un orden ya dado, pues “el orden es a la vez, lo que se da en las cosas como su ley interior, la red secreta según la cual se miran en cierta forma unas a otras, y lo que sólo existe a través de la reja de una mirada, de una atención, un lenguaje.”[4]  Un lenguaje que configura y determina nuestra percepción, nuestra manera de entender las cosas.  Vivimos inmersos en una cultura, en una comunidad lingüística como nos diría Gadamer[5], que nos provee de nuestras fuentes de significación, nos dota de costumbres, de lenguaje, de tradiciones, de identidades, al grado que nos entendemos siempre a través de este envoltorio cultural, tejido lingüístico que moldea nuestro sentido de la vida y nuestros criterios de verdad, configurando así un cosmos, una visión de la realidad. “Los códigos fundamentales de una cultura – los que rigen su lenguaje, sus esquemas perceptivos, sus cambios, sus técnicas, sus valores, la jerarquía de sus prácticas- fijan de antemano para cada hombre los órdenes empíricos con los cuales tendrá algo que ver y dentro de los que se reconocerá.”[6] Pero estos códigos culturales en los que estamos insertos, son también discursos que envuelven al hombre, lo recubren de significaciones que sujetan al individuo en la urdimbre lingüística, lo convierten literalmente en un sujeto, sujetado a estos códigos culturales que determinan su identidad. Y debido a que, para Foucault, no existe un referente primero, y no hay conexión real entre las palabras y las cosas, todo discurso es siempre arbitrario, ficticio, ilusorio. 

2.- Interpretación y Narración

Los discursos que enuncian una verdad, suponen la existencia de un referente real, una objetividad previa a toda captación del lenguaje. Esto ha sido considerado como cierto en la racionalidad occidental que fundamenta la realidad bajo la noción del Ser, sustancia primera, presencia ontológica que es la plataforma misma en donde todo lo que existe se desenvuelve. La presencia del Ser, asegura la existencia estable de las cosas, permite que el mundo sea una cosa real fuera de toda interpretación humana.  Pero el filósofo argentino Dardo Scavino nos relata del supuesto “giro lingüístico” que ha tomado la filosofía contemporánea, bajo las influencias de filósofos críticos de los fundamentos racionales de la modernidad, como Friedrich Nietzsche y Heidegger, entre otros, han surgido toda una serie de filósofos (Como Foucault, Deleuze, Vattimo, Derrida) que niegan la capacidad del lenguaje de captar la “realidad” y por lo tanto, le han quitado el sustento ontológico a la verdad de todo discurso, puesto que para ellos,  el lenguaje no se construye en relación a una realidad externa objetiva, es decir, el significante ya no se sostiene de un referente real, sino que se deriva de otro significante. “Si un significante remite siempre a otro significantes, y jamás a un referente, entonces las cosas no están antes que el discurso, sino al revés”[7]. Es decir, que el mundo está siempre determinado por un discurso, una configuración del lenguaje que nos remite a ciertas ideas del mundo y nunca percibimos al mundo como tal, sino que lo que llamamos “mundo” es solamente lo que el podemos percibir a través del entramado de significaciones que el lenguaje nos permite ver. Por ello, la consigna Nietzscheana de que “no existen hechos, sólo interpretaciones y toda interpretación interpreta otra interpretación” cobra sentido, pues al remover al referente, no nos queda más que significante tras significante y nunca un significado concreto. Así pues, podemos captar la realidad del mundo en nuestro lenguaje. Incluso la palabra realidad y mundo son ya señales de nuestros límites, palabras que designan aquello que el lenguaje no puede abarcar, lo inefable. Por ello, toda enunciación de la realidad, todo discurso, es siempre interpretación y toda interpretación es ordenación arbitraria de los elementos constitutivos de nuestra percepción y por lo tanto, al inventar una palabra para enunciar algo que no se encuentra ahí, que no tiene presencia real, hacemos con el lenguaje lo mismo que hacen los poetas: creamos. “El mundo no es un conjunto de cosas que primero se presentan y luego son nombradas o representadas por un lenguaje. Eso que llamamos nuestro mundo es ya una interpretación cultural y, como tal, poética o metafórica.”[8] De este modo, el lenguaje se convierte en un constructor de significados, y como éstos no se encuentran ligados a una realidad como tal, todo discurso es ficción. El mundo es entonces un relato, una historia, una ficción. El lenguaje es la herramienta mediante la cual los discursos toman posesión del relato y lo acomodan bajo una interpretación dominante.  Bajo la interpretación oficial, se narra el mundo, se relata una explicación de la realidad y entonces “el mundo se vuelve fábula, el mundo tal cual es, sólo es una fábula: fábula significa algo que se cuenta y que no existe sino en el relato; el mundo es algo que se cuenta, un acontecimiento contado y por eso mismo una interpretación”[9]

Hay que recordar, que todo lenguaje es un consenso, una compleja serie de relaciones entre significantes y significados socialmente aceptados dentro de una comunidad lingüística perteneciente a un contexto histórico y social. Cada cultura y por lo tanto cada lenguaje, es un mundo. Debido a que existen diversas culturas, diversas comunidades lingüísticas,  existen diversos mundos. Cada mundo es una narración, una sintaxis interna que construye su idea de realidad tomando los elementos discursivos que componen su cosmovisión. Cada uno de nosotros somos portadores de este lenguaje compartido por una comunidad lingüística específica y ello significa que nuestros esquemas mentales, nuestros pensamientos, nuestra percepción, están determinados por dicho lenguaje. Somos sujetos sujetados a las determinaciones de esta narración, de esta cosmovisión, de este lenguaje. Como tal, obedecemos sus leyes y configuramos nuestros pensamientos, nuestros comportamientos y nuestra identidad en rededor de este lenguaje del que formamos parte, como engranajes de un gran mecanismo que abarca a toda la comunidad lingüística, pues no somos nosotros quienes hablamos, sino que es el lenguaje el que nos habla, el que nos enuncia, el que nos significa y nos impone un sentido de la vida. Si el mundo es narración, si la realidad es una ficción y la verdad una ilusión construida por el lenguaje, y si nosotros mismos estamos atrapados dentro de las determinaciones lingüísticas de dicha narración, entonces podemos afirmar que nosotros mismos, nuestra identidad, es también una ficción. 

3.- Identidad y Personaje

El mundo como narrativa, es el soporte sígnico dentro del cual nos identificamos, un relato dentro del cual habitamos. Y debido a que el mundo, con todo lo que abarca (cultura, lenguaje, discurso, cosmovisión) es pura interpretación y yo estoy enteramente ligado a mi mundo, entonces yo mismo soy una interpretación. Esto nos relata Paul Ricoeur en su libro “Sí mismo como otro”, tratando de descifrar aquello que le da su fundamento a la identidad, iniciando con un análisis del cogito de Descartes, que se ponía como un trascendente, inmutable y abstracto, y por lo tanto, real. En cambio Nietzsche se propone derribar el cogito cartesiano y duda de la duda misma, puesto que los pensamientos que acontecen en la mente, son también fenómenos de los cuales no tenemos certeza de su procedencia en un . Ricoeur intenta conciliar aquel principio inamovible, con el constante cambio y el dinamismo que implica la realidad del tiempo. Aquello que se me aparece como   se encuentra inmerso en una realidad temporal, lo cual implica un constante cambio, envejecimiento y ello revela una desemejanza del Yo consigo mismo en cada instante. “Toda la problemática de la identidad personal va a girar en torno a esta búsqueda de un invariante relacional, dándole el significado fuerte de permanencia en el tiempo”[10] y para reconocer aquel principio de inamovible dentro del sí mismo, Ricoeur recurre a la hermenéutica del Yo, para leer al sujeto como un texto, encontrar los signos que le permitan encontrar ese principio de permanencia y Ricoeur lo descubre dentro de lo que denomina como carácter y nos dice que hayamos en el “carácter el conjunto de signos distintivos que permiten identificar de nuevo a un individuo humano como siendo el mismo.”[11] Sin embargo, este carácter por sí solo no es suficiente como para elaborar el concepto de identidad, pues no soy tan solo un conjunto de rasgos de mi personalidad ni la suma de ellos con mi cuerpo, sino que tengo una historia, una memoria que le otorga unidad a las disparidades que acaecen en el tiempo. Por ello mismo, Ricoeur menciona que el carácter requiere también envolverse con una narración de sí mismo, una explicación que le permita constituirse como un solo unitario dentro de las múltiples capas de momentos que se desenvuelven en el tiempo y para ello, el individuo recurre a una narración. “El polo estable del carácter pueda revestir una dimensión narrativa, como vemos en los usos del término que lo identifican con el personaje de una historia narrada.”[12] Y así, la narración permite al individuo adentrarse en la historia de una comunidad lingüística, insertarse como un personaje del relato del que forma parte y que lo constituye como un ente del lenguaje. “La identidad, entendida narrativamente, puede llamarse, por convención del lenguaje, identidad del personaje. (…) La identidad del personaje se construye en unión con la de la trama.”[13] La identidad se encuentra intrínsecamente ligada a una historia, a una trama, a una narración. Y para elaborar esta narración de nosotros mismos, recurrimos a los signos provistos por el lenguaje del que formamos parte, nos tejemos dentro de la historia de una comunidad, nos sumergimos en una cosmovisión de la que formamos parte y nos volvemos personajes dentro de una narración. “La comprensión de sí es una interpretación; la interpretación de sí, a su vez, encuentra en la narración, entre otros signos y símbolos, una mediación privilegiada; esta última se vale tanto de la historia como de la ficción, haciendo de la historia de una vida una historia de ficción o, si se prefiere, una ficción histórica, entrecruzando el estilo historiográfico de las biografías con el estilo novelesco de las autobiografías imaginarias”[14]

Ficticio el mundo, nos volvemos ficticios nosotros. Nuestro ser se compone de lenguaje y de narración, jugamos en el juego serio de la realidad construida como un gran relato, como un universo-cuento del que formamos parte al identificarnos con él, al dejarnos envolver por la trama. La realidad no es real, sino que es un texto, y como tal, es siempre interpretable. Pero si el lenguaje envuelve al mundo con su interpretación, es tan sólo porque nos dejamos llevar por la creencia de que el lenguaje posee un referente real, anclado en un mundo externo y anterior a la interpretación. Pero como han expresado  tantos autores, como Nietzsche, Foucault, Scavino, Ricoeur, entre otros, el lenguaje no capta una realidad esencial, y por lo tanto, es enteramente vacío. Por supuesto, esto lleva al colapso del racionalismo occidental, que nos lleva a comprender el mundo como carente de significado por sí mismo. No hay signos que leer, sino que siempre tenemos que envolver el vacío con discursos para sobrellevar la insoportable vacuidad del ser, de la nada. Ante discursos opresores y represores como el racionalismo y sus derivados (el fascismo, el neoliberalismo, etc) los filósofos posmodernos buscan desarticular el edificio discursivo, decodificar la ilusión, deconstruir la narración, tumbar la cuarta pared y reconocer que lo que conocemos como “realidad”, no es más que un cuento, una ficción. Pero la historia de occidente es tan sólo una parte del relato, puesto que en oriente, esto se ha sabido desde hace milenios, puesto que el hinduismo y el budismo consideran desde un inicio la vacuidad de lo “real”, ya que consideran que la única realidad es la de la conciencia, misma que para entrar en el mundo, elabora un relato, y se identifica con un personaje que nos es más que una narración ficticia de un . Esto es de lo que se encarga el filósofo Hindú Nagarjuna de los años 150 – 250 d.C.  

4.- Vacuidad y Conciencia

Nagarjuna, desde el otro lado del “mundo” se sitúa más bien en una No-Posición, y no es posible refutarle nada, porque no pretende probar nada. De aquí se deriva la escuela Madhyamika, y esta renuncia al concepto, material del filósofo, puesto que el concepto es una invención más del lenguaje, algo carente de realidad, pero no renuncia a la comunicación, que se sirve del lenguaje de consenso. Se rechaza el lenguaje de la lógica de nyaya (escuela realista) para sustituirlo por una serie de metáforas de la ilusión. Aun así, Nagarjuna acepta la inferencia (y en general toda lógica conceptual) como una ficción útil, indispensable e indisociable de la vida humana. Su método de exposición, es simplemente una especie de juegos del lenguaje, pues acepta que sus mismas palabras son vacías, puesto que carecen de referente y que nada se puede afirmar o negar, por lo que simplemente opta por deconstruir los argumentos del adversario. Más que una refutación, Nagarjuna prefiere no refutar nada y jugar otro juego de lenguaje. Para Nagarjuna, la naturaleza propia o naturaleza intrínseca, que en términos occidentales podemos llamas es eso inmutable y esencial que suponemos poseen todas las cosas, los seres, los dioses, los fenómenos o los conceptos y que Nagarjuna niega que tengan. “La naturaleza propia es algo así como la esencia de las cosas, el lugar donde reside su identidad, su , su naturaleza recogida y estable”[15]. Según Nagarjuna ese yo es una creación ilusoria del lenguaje y de nuestros hábitos mentales, de ahí que se diga que todas las cosas, al carecer de naturaleza propia, son vacías. En su libro Abandono de la discusión, Nagarjuna nos expone su no-posición elaborando un juego lógico en el que discute con un personaje ficticio. Al hablar de la vacuidad de las cosas y del mismo lenguaje, surge su interlocutor y como refutación a esto, el oponente ficticio de Nagarjuna le dice: “Si dices que todas las cosas son vacias, entonces dicha afirmación debe ser también vacia”. “Ese argumento debe ser incapaz de negar la naturaleza propia de las cosas, porque un fuego que no existe, no puede quemar”.[16] A lo que Nagarjuna responde que: “Si mi afirmación no existe, ¿entonces no queda así demostrada la vacuidad de las cosas?” “El hecho de que las cosas existan de un modo condicionado es lo que llamamos vacuidad, porque lo que existe en forma condicionada carece de naturaleza propia. Llamamos vacuidad a lo que existe en dependencia de todas las cosas.”[17] Aquí Nagarjuna asume que las cosas tienen la misma naturaleza que las palabras, concibe al mundo como texto. Luego, el contrincante menciona: “No hay palabras que no tengan referente.”, esto quiere decir, que las palabras designan cosas, por lo que las cosas deben de existir para dar sentido y realidad al lenguaje. Pero Nagarjuna contesta que: “Dado que las cosas no tienen naturaleza propia, las palabras que las designan tampoco las tendrán. Por esta razón son vacias y, siendo vacias, inexistentes.”[18] Esto quiere decir, que su existencia es meramente convencional, y no esencial.

En Nagarjuna las ideas coinciden con el mundo en contingencia y provisionalidad, no son algo superior ni puro, y las cosas dejan ya de verse a través de las ideas, pues estas han dejado de ser su modelo. Las cosas del mundo carecen de esencia, pero eso no las convierte en nada, pues tienen una naturaleza convencional. Si la naturaleza de las cosas es su convencionalidad, el mundo se asemeja a un lenguaje y sus cosas a designaciones y acuerdos pactados. Las cosas viven insertadas en una red (intertextualidad) y coinciden momentáneamente. Encuentros provisionales, como el de un sustantivo y un adjetivo. La esencia de las cosas se asemeja pues a la esencia de lo literario. El mundo se hace literatura, y si la esencia del texto consiste precisamente en eludir toda determinación esencial, esa esencia habrá que reinventarla constantemente, en cada lectura, en cada configuración de la imaginación, en cada encuentro. Así, la filosofía se convierte en narración y su lógica en testimonio de lo que el mundo es. Puesto que Nagarjuna, como fundador de una de las escuelas más importante del budismo mahayana (Gran Vehículo) que considera que el mundo es tan sólo un ilusión construida por el lenguaje, propone entonces el uso de este mismo lenguaje para desarticular la ficción y llevar al ser humano hacia un despertar de la conciencia de vacuidad. Esto sugiere que existe una conexión secreta entre el arte de contar historias y la erradicación del sufrimiento, la liberación y el despertar.

Conclusión

En el mundo no existen dos cosas iguales, nada es idéntico a otra cosa. La identidad es por tanto imposible. La identidad solo tiene sentido en el universo del lenguaje. La lógica es el esfuerzo por ordenar el mundo y organizar la experiencia, el esfuerzo por pensarlo, no es posible sin la abstracción, sin ese olvido de las diferencias y las particularidades, para poder aprehender la generalidad. La lógica parecería, según esta descripción, la enemiga de las diferencias, la enemiga de la diversidad. Vivimos en un mundo sin esencias (un mundo vacio) y la verdad que podemos confeccionar de dicho modo es una verdad sin correspondencia.  De ese modo, si la verdad es tan sólo una ordenación lógica coherente con las reglas gramaticales del lenguaje, podemos evidenciar que nada de lo hemos argumentado y explicado en este ensayo es verdad. Tú, mi querido lector, has sido engañado una vez más por el lenguaje, por su aparente conexión ordenada y coherente de palabras, de significados, de narraciones. Esto no es más que un pequeño cuento, una historia y una ficción.  Concluyo con un monólogo del Prospero de la Tempestad, del dramaturgo William Shakespeare, en el que nos revela el engaño en el que hemos caído, puesto que las fantasmales realidades en las que creemos habitar, se muestran como escenificaciones, como puro teatro y entonces Prospero nos dice:
Nuestra fiesta ha terminado. Los actores,
como ya te dije, eran espíritus
y se han disuelto en aire, en aire leve,
y, cual la obra sin cimientos de esta fantasía,
las torres con sus nubes, los regios palacios,
los templos solemnes, el inmenso mundo
y cuantos lo hereden, todo se disipará
e, igual que se ha esfumado mi etérea función,
no quedará ni polvo. Somos de la misma
sustancia que los sueños, y nuestra breve vida
culmina en un dormir.
FIN


[1] WITTGENSTEIN, Ludwig – Tractatus Logicus-Philosophicus. P. 5.6
[2] FOUCAULT, Michel. Arqueología del saber. P. 65 - 67
[3] Ibidem.
[4] FOUCUALT, Michel. Las palabas y las cosas. P. 13
[5] GADAMER, Hans Georg. Verdad y Método.
[6] Ibidem.
[7] SCAVINO, Dardo. Pensar sin certezas. P. 36
[8] Ibidem. P. 37
[9] Ibid. P. 37
[10] RICOEUR, Paul. Sí mismo como otro. P. 112
[11] Ibid. p. 113
[12] Ibid. p. 117
[13] Ibid. P. 139
[14]Ibid.  P. 107
[15] NAGARJUNA. Abandono de la discusión. P. 27
[16] Ibidem. P. 32
[17] Ibid.
[18] Ibid. P. 47

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