“La
realidad es pura ficción”
Indagaciones filosófico-literarias acerca del
lenguaje
¿Qué es la vida? Un
frenesí.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño:
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño:
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son.
La vida es sueño. – Pedro Calderón de la Barca
Introducción:
Amor, olvido,
locura, abismo, felicidad, vida, mundo,
cosmos, ser, Dios, yo. Al leer estas palabras, este conjunto de letras ordenadas,
signos configurados en una sucesión determinada por un contexto histórico,
social y cultural que nos permite descifrar el contenido semántico que se
encuentra inmanentes en cada palabra, podemos darnos cuenta de la fuerza del
lenguaje para provocar en nosotros una serie de imágenes, abstracciones y
pensamientos que configuran nuestra percepción de la realidad. Mediante signos,
tratamos de capturar abstracciones, fenómenos del pensamiento que se estructuran
por medio del lenguaje, un lenguaje que compartimos con una comunidad, una
cultura, una historia, una sociedad, una cosmovisión. Las palabras nos permiten comunicar los
contenidos de nuestro pensamiento, emitir significados, referenciar experiencias,
vivencias, percepciones, emociones. Las palabras nos permiten entendernos,
entender al mundo, entender a los otros. Las palabras nos permiten ese puente,
ese dialogo entre la Mismidad y la Otredad. Todo esto es posible gracias al
lenguaje, que opera como un mediador, entre nosotros y el mundo, entre el
afuera y el adentro, entre tú y yo. Pero el lenguaje es todavía más que eso,
puesto que el lenguaje, al configurar nuestro pensamiento, al ordenarlo y
estructurarlo de manera que quepa dentro de los límites de una cosmovisión,
recorta nuestra percepción de la realidad, le da un sentido particular a la
vida y nos determina a pensar dentro de las categorías posibles del lenguaje.
Por eso, el lenguaje nos permite entender el mundo, habitarlo. Pero al mismo tiempo
nos restringe y nos moldea, acota nuestros pensamientos, ajustándolos a sus
propios límites. Ya decía Wittgenstein que “los límites del mundo, son los
límites de mi lenguaje”[1],
pues ciertamente necesitamos del lenguaje para poder habitar el mundo e incluso
para referirnos a nosotros mismos, pero es también el lenguaje una burbuja que
me encapsula en un sistema de significaciones, define la totalidad de nuestros
horizontes. Por medio de este ensayo, utilizaré este mismo artificio, esta
herramienta constructora de significado que es el lenguaje, para explorar sus
avenidas, sus laberintos discursivos, con el afán de encontrar regiones del
habla y de la palabra que nos revelen un poco más sobre nuestro ser y sobre el
mundo. Apoyandome de Michel Foucault, Dardo Scavino, Paul Ricoeur y Nagarjuna
indagaré en un proceso hermenéutico del sujeto y sus relaciones con el ser del
lenguaje, puesto que el lenguaje, en su fondo, se nos revela tan sólo como
narración, como discurso vacío y como ficción.
1.- Discurso y realidad
El ser del
lenguaje, es un ser ordenado, que tiene reglas internas, que opera bajo la
supervisión de una gramatología, sintaxis. Cada palabra es una ordenación
selectiva de las letras que componen el lenguaje, y gracias a esta ordenación
podemos referir los significantes (Las palabras o sonidos) a los significados
(aquello a lo que la palabra se refiere). Tenemos entonces que el significante
“Libro” es una ordenación de las distintas letras que la componen (o, i, b, r,
l) pero ordenadas de una manera que permitan referir a ese objeto portador de
hojas que contienen palabras que conducen hacia algún sentido “real” o
“ficticio”. La modificación de uno o más
elemento de la palabra (por ejemplo, sustituir la letra o por la e) deriva en otro significado, como libre, liebre, labra, libra, etc. Además, cada palabra tiene una
carga histórica y cultural que le otorga una cierta carga significativa
dependiendo del contexto y de la cultura en la que se habita. La palabra libre tiene una connotación diferente si
se enuncia en las expresiones “Dios nos libre”, “libre albedrío”, “libre
expresión”, etc. Por ello, las palabras
se van aglutinando las unas con las otras para formar frases que contengan sentidos,
para elaborar enunciados portadores de significados. La concatenación de toda
una serie de frases y enunciados conectados de manera lógica y coherente, se
convierte en un discurso. Un discurso es una serie de palabras, frases,
enunciados, ordenados según ciertas reglas gramaticales y semánticas que
permiten expresar algún pensamiento. Podemos asegurar que en el caso de la
filosofía y de toda disciplina discursiva, toda doctrina ideológica se compone
de una serie de discursos que engloban toda una cosmovisión, una explicación de
la realidad, del mundo, del ser, del hombre, de la vida y de la verdad. Todo
discurso descansa sobre el supuesto de que la palabra, el lenguaje, refiere a
una realidad objetiva, un mundo que existe previamente a la enunciación de su
existencia. Había una vez un filósofo post-estructuralista, llamado Michel
Foucault quien desafió esa noción del racionalismo occidental que presupone la
“presencia” de un referente al que apela el lenguaje y se lanza en la profunda
indagación de la relación entre las palabras y las cosas. “Los discursos”, nos dice
Foucault, “según cabe oírlos, según cabe leerlos en su forma de textos, no son,
como se podría esperar, un puro y simple encuentro de cosas y palabras. (…) El
discurso no es una leve superficie de contacto, o de enfrentamiento, entre una
realidad y una lengua, el cruce entre un léxico y una experiencia. (…) al
analizar los discursos mismos, se van aflojando los lazos, aparentemente tan
fuertes, entre las palabras y las cosas, y aparece un conjunto de reglas
propias de la práctica discursiva. Estas reglas no definen la existencia muda
de una realidad, ni el uso normativo de un vocabulario, sino el régimen de los
objetos”[2].
Es decir, los discursos se ordenan de manera lógica y coherente pero de manera
que se refieren más bien al lenguaje mismo como realidad, pues la construcción
del sentido de la que participan, no se encuentra ligada a una realidad
“objetiva”, pues de hecho este término de “Realidad Objetiva”, no es más que
una configuración del lenguaje para definir un significado que sólo tiene
validez dentro del mismo lenguaje que lo enuncia. El lenguaje, como herramienta
de trabajo de los discursos, construye
sus propios objetos de conocimiento, e incluso sus propias condiciones de
“verdad” (término que también se encuentra configurado desde una perspectiva
onto-lingüística, en la que se identifica la verdad con la adecuación entre las
palabras y las cosas) en un proceso que regula las reglas sintácticas del
discurso, lo acomoda de manera que cumpla con sus propios criterios de “verdad”
y “objetividad” y por lo tanto, se auto-valida. Así, Foucault nos insiste en no
tratar “los discursos como conjuntos de signos (de elementos significantes que
remiten a contenidos o a representaciones), sino como prácticas que forman
sistemáticamente los objetos de que hablan.”[3]
Las prácticas
discursivas son entonces artificios del lenguaje para la construcción de
sentido, y al igual que el lenguaje, los discursos se componen dentro de cierto
marco de referencia que le otorga lógica y coherencia, que lo vuelve “valido”,
por su adherencia a los criterios de
“verdad”. Pero estos criterios de “verdad” varían según la época, con lo que
Foucault llama episteme, como un
conjunto de saberes acumulados y ordenados dentro de un contexto
histórico-cultural que articula los criterios de validez de los discursos. La episteme es el “orden oficial”, la “medida
correcta” con la que aceptamos o rechazamos los discursos y las explicaciones
sobre la realidad, sobre la vida, sobre el bien y el mal y sobre Dios, por tan
solo mencionar algunos cuantos problemas filosóficos. Pero el orden de las cosas que nosotros
consideramos como leyes intrínsecas a la realidad,
no es un orden ya dado, pues “el orden es a la vez, lo que se da en las cosas
como su ley interior, la red secreta según la cual se miran en cierta forma
unas a otras, y lo que sólo existe a través de la reja de una mirada, de una
atención, un lenguaje.”[4] Un lenguaje que configura y determina nuestra
percepción, nuestra manera de entender las cosas. Vivimos inmersos en una cultura, en una
comunidad lingüística como nos diría Gadamer[5],
que nos provee de nuestras fuentes de significación, nos dota de costumbres, de
lenguaje, de tradiciones, de identidades, al grado que nos entendemos siempre a
través de este envoltorio cultural, tejido lingüístico que moldea nuestro
sentido de la vida y nuestros criterios de verdad, configurando así un cosmos,
una visión de la realidad. “Los códigos fundamentales de una cultura – los que
rigen su lenguaje, sus esquemas perceptivos, sus cambios, sus técnicas, sus
valores, la jerarquía de sus prácticas- fijan de antemano para cada hombre los
órdenes empíricos con los cuales tendrá algo que ver y dentro de los que se
reconocerá.”[6]
Pero estos códigos culturales en los que estamos insertos, son también
discursos que envuelven al hombre, lo recubren de significaciones que sujetan
al individuo en la urdimbre lingüística, lo convierten literalmente en un
sujeto, sujetado a estos códigos culturales que determinan su identidad. Y
debido a que, para Foucault, no existe un referente primero, y no hay conexión
real entre las palabras y las cosas, todo discurso es siempre arbitrario, ficticio,
ilusorio.
2.- Interpretación y Narración
Los discursos
que enuncian una verdad, suponen la existencia de un referente real, una
objetividad previa a toda captación del lenguaje. Esto ha sido considerado como
cierto en la racionalidad occidental que fundamenta la realidad bajo la noción
del Ser, sustancia primera, presencia ontológica que es la plataforma misma en
donde todo lo que existe se desenvuelve. La presencia del Ser, asegura la
existencia estable de las cosas, permite que el mundo sea una cosa real fuera
de toda interpretación humana. Pero el
filósofo argentino Dardo Scavino nos relata del supuesto “giro lingüístico” que ha tomado la filosofía contemporánea, bajo
las influencias de filósofos críticos de los fundamentos racionales de la
modernidad, como Friedrich Nietzsche y Heidegger, entre otros, han surgido toda
una serie de filósofos (Como Foucault, Deleuze, Vattimo, Derrida) que niegan la
capacidad del lenguaje de captar la “realidad” y por lo tanto, le han quitado
el sustento ontológico a la verdad de todo discurso, puesto que para ellos, el lenguaje no se construye en relación a una
realidad externa objetiva, es decir, el significante ya no se sostiene de un
referente real, sino que se deriva de otro significante. “Si un significante
remite siempre a otro significantes, y jamás a un referente, entonces las cosas
no están antes que el discurso, sino al revés”[7].
Es decir, que el mundo está siempre determinado por un discurso, una
configuración del lenguaje que nos remite a ciertas ideas del mundo y nunca
percibimos al mundo como tal, sino que lo que llamamos “mundo” es solamente lo
que el podemos percibir a través del entramado de significaciones que el
lenguaje nos permite ver. Por ello, la consigna Nietzscheana de que “no existen
hechos, sólo interpretaciones y toda interpretación interpreta otra
interpretación” cobra sentido, pues al remover al referente, no nos queda más
que significante tras significante y nunca un significado concreto. Así pues,
podemos captar la realidad del mundo en nuestro lenguaje. Incluso la palabra
realidad y mundo son ya señales
de nuestros límites, palabras que designan aquello que el lenguaje no puede
abarcar, lo inefable. Por ello, toda enunciación de la realidad, todo discurso,
es siempre interpretación y toda interpretación es ordenación arbitraria de los
elementos constitutivos de nuestra percepción y por lo tanto, al inventar una
palabra para enunciar algo que no se encuentra ahí, que no tiene presencia
real, hacemos con el lenguaje lo mismo que hacen los poetas: creamos. “El mundo
no es un conjunto de cosas que primero se presentan y luego son nombradas o
representadas por un lenguaje. Eso que llamamos nuestro mundo es ya una
interpretación cultural y, como tal, poética o metafórica.”[8]
De este modo, el lenguaje se convierte en un constructor de significados, y
como éstos no se encuentran ligados a una realidad como tal, todo discurso es
ficción. El mundo es entonces un relato, una historia, una ficción. El lenguaje
es la herramienta mediante la cual los discursos toman posesión del relato y lo
acomodan bajo una interpretación dominante.
Bajo la interpretación oficial, se narra el mundo, se relata una
explicación de la realidad y entonces “el mundo se vuelve fábula, el mundo tal
cual es, sólo es una fábula: fábula significa algo que se cuenta y que no
existe sino en el relato; el mundo es algo que se cuenta, un acontecimiento
contado y por eso mismo una interpretación”[9]
Hay que
recordar, que todo lenguaje es un consenso, una compleja serie de relaciones
entre significantes y significados socialmente aceptados dentro de una
comunidad lingüística perteneciente a un contexto histórico y social. Cada
cultura y por lo tanto cada lenguaje, es un mundo. Debido a que existen
diversas culturas, diversas comunidades lingüísticas, existen diversos mundos. Cada mundo es una
narración, una sintaxis interna que construye su idea de realidad tomando los
elementos discursivos que componen su cosmovisión. Cada uno de nosotros somos
portadores de este lenguaje compartido por una comunidad lingüística específica
y ello significa que nuestros esquemas mentales, nuestros pensamientos, nuestra
percepción, están determinados por dicho lenguaje. Somos sujetos sujetados a
las determinaciones de esta narración, de esta cosmovisión, de este lenguaje.
Como tal, obedecemos sus leyes y configuramos nuestros pensamientos, nuestros
comportamientos y nuestra identidad en rededor de este lenguaje del que
formamos parte, como engranajes de un gran mecanismo que abarca a toda la
comunidad lingüística, pues no somos nosotros quienes hablamos, sino que es el
lenguaje el que nos habla, el que nos enuncia, el que nos significa y nos
impone un sentido de la vida. Si el mundo es narración, si la realidad es una
ficción y la verdad una ilusión construida por el lenguaje, y si nosotros
mismos estamos atrapados dentro de las determinaciones lingüísticas de dicha
narración, entonces podemos afirmar que nosotros mismos, nuestra identidad, es
también una ficción.
3.- Identidad y Personaje
El mundo como
narrativa, es el soporte sígnico dentro del cual nos identificamos, un relato
dentro del cual habitamos. Y debido a que el mundo, con todo lo que abarca
(cultura, lenguaje, discurso, cosmovisión) es pura interpretación y yo estoy
enteramente ligado a mi mundo, entonces yo
mismo soy una interpretación. Esto nos relata Paul Ricoeur en su libro “Sí
mismo como otro”, tratando de descifrar aquello que le da su fundamento a la
identidad, iniciando con un análisis del cogito
de Descartes, que se ponía como un trascendente, inmutable y
abstracto, y por lo tanto, real. En cambio Nietzsche se propone derribar el cogito cartesiano y duda de la duda
misma, puesto que los pensamientos que acontecen en la mente, son también
fenómenos de los cuales no tenemos certeza de su procedencia en un .
Ricoeur intenta conciliar aquel principio inamovible, con el constante cambio y
el dinamismo que implica la realidad del tiempo. Aquello que se me aparece como
se encuentra inmerso en una
realidad temporal, lo cual implica un constante cambio, envejecimiento y ello
revela una desemejanza del Yo consigo mismo en cada instante. “Toda la
problemática de la identidad personal va a girar en torno a esta búsqueda de un
invariante relacional, dándole el significado fuerte de permanencia en el
tiempo”[10]
y para reconocer aquel principio de inamovible dentro del sí mismo, Ricoeur
recurre a la hermenéutica del Yo, para leer al sujeto como un texto, encontrar
los signos que le permitan encontrar ese principio de permanencia y Ricoeur lo
descubre dentro de lo que denomina como carácter
y nos dice que hayamos en el “carácter el conjunto de signos distintivos que
permiten identificar de nuevo a un individuo humano como siendo el mismo.”[11]
Sin embargo, este carácter por sí solo no es suficiente como para elaborar el
concepto de identidad, pues no soy tan solo un conjunto de rasgos de
mi personalidad ni la suma de ellos con mi cuerpo, sino que tengo una historia,
una memoria que le otorga unidad a las disparidades que acaecen en el tiempo.
Por ello mismo, Ricoeur menciona que el carácter requiere también envolverse
con una narración de sí mismo, una explicación que le permita constituirse como
un solo unitario dentro de las múltiples capas de momentos que se
desenvuelven en el tiempo y para ello, el individuo recurre a una narración. “El
polo estable del carácter pueda revestir una dimensión narrativa, como vemos en
los usos del término que lo identifican con el personaje de
una historia narrada.”[12]
Y así, la narración permite al individuo adentrarse en la historia de una
comunidad lingüística, insertarse como un personaje del relato del que forma
parte y que lo constituye como un ente del lenguaje. “La identidad, entendida
narrativamente, puede llamarse, por convención del lenguaje, identidad del personaje. (…) La identidad del
personaje se construye en unión con la de la trama.”[13]
La identidad se encuentra intrínsecamente ligada a una historia, a una trama, a
una narración. Y para elaborar esta narración de nosotros mismos, recurrimos a
los signos provistos por el lenguaje del que formamos parte, nos tejemos dentro
de la historia de una comunidad, nos sumergimos en una cosmovisión de la que
formamos parte y nos volvemos personajes dentro de una narración. “La
comprensión de sí es una interpretación; la interpretación de sí, a su vez,
encuentra en la narración, entre otros signos y símbolos, una mediación
privilegiada; esta última se vale tanto de la historia como de la ficción,
haciendo de la historia de una vida una historia de ficción o, si se prefiere,
una ficción histórica, entrecruzando el estilo historiográfico de las
biografías con el estilo novelesco de las autobiografías imaginarias”[14]
Ficticio el
mundo, nos volvemos ficticios nosotros. Nuestro ser se compone de lenguaje y de
narración, jugamos en el juego serio de la realidad construida como un gran
relato, como un universo-cuento del que formamos parte al identificarnos con
él, al dejarnos envolver por la trama. La realidad no es real, sino que es un
texto, y como tal, es siempre interpretable. Pero si el lenguaje envuelve al
mundo con su interpretación, es tan sólo porque nos dejamos llevar por la
creencia de que el lenguaje posee un referente real, anclado en un mundo
externo y anterior a la interpretación. Pero como han expresado tantos autores, como Nietzsche, Foucault,
Scavino, Ricoeur, entre otros, el lenguaje no capta una realidad esencial, y
por lo tanto, es enteramente vacío. Por supuesto, esto lleva al colapso del
racionalismo occidental, que nos lleva a comprender el mundo como carente de
significado por sí mismo. No hay signos que leer, sino que siempre tenemos que
envolver el vacío con discursos para sobrellevar la insoportable vacuidad del
ser, de la nada. Ante discursos opresores y represores como el racionalismo y sus
derivados (el fascismo, el neoliberalismo, etc) los filósofos posmodernos
buscan desarticular el edificio discursivo, decodificar la ilusión, deconstruir
la narración, tumbar la cuarta pared y reconocer que lo que conocemos como
“realidad”, no es más que un cuento, una ficción. Pero la historia de occidente
es tan sólo una parte del relato, puesto que en oriente, esto se ha sabido
desde hace milenios, puesto que el hinduismo y el budismo consideran desde un
inicio la vacuidad de lo “real”, ya que consideran que la única realidad es la
de la conciencia, misma que para entrar en el mundo, elabora un relato, y se
identifica con un personaje que nos es más que una narración ficticia de un
. Esto es de lo que se encarga el filósofo Hindú Nagarjuna de los años
150 – 250 d.C.
4.- Vacuidad y Conciencia
Nagarjuna, desde
el otro lado del “mundo” se sitúa más bien en una No-Posición, y no es posible
refutarle nada, porque no pretende probar nada. De aquí se deriva la escuela
Madhyamika, y esta renuncia al concepto, material del filósofo, puesto que el
concepto es una invención más del lenguaje, algo carente de realidad, pero no
renuncia a la comunicación, que se sirve del lenguaje de consenso. Se rechaza
el lenguaje de la lógica de nyaya (escuela realista) para sustituirlo por una
serie de metáforas de la ilusión. Aun así, Nagarjuna acepta la inferencia (y en
general toda lógica conceptual) como una ficción útil, indispensable e
indisociable de la vida humana. Su método de exposición, es simplemente una
especie de juegos del lenguaje, pues acepta que sus mismas palabras son vacías,
puesto que carecen de referente y que nada se puede afirmar o negar, por lo que
simplemente opta por deconstruir los argumentos del adversario. Más que una
refutación, Nagarjuna prefiere no refutar nada y jugar otro juego de lenguaje. Para
Nagarjuna, la naturaleza propia o naturaleza intrínseca, que en términos
occidentales podemos llamas es eso inmutable y esencial que
suponemos poseen todas las cosas, los seres, los dioses, los fenómenos o los
conceptos y que Nagarjuna niega que tengan. “La naturaleza propia es algo así
como la esencia de las cosas, el lugar donde reside su identidad, su
, su naturaleza recogida y estable”[15].
Según Nagarjuna ese yo es una creación ilusoria del lenguaje y de nuestros hábitos
mentales, de ahí que se diga que todas las cosas, al carecer de naturaleza
propia, son vacías. En su libro Abandono
de la discusión, Nagarjuna nos expone su no-posición elaborando un juego
lógico en el que discute con un personaje ficticio. Al hablar de la vacuidad de
las cosas y del mismo lenguaje, surge su interlocutor y como refutación a esto,
el oponente ficticio de Nagarjuna le dice: “Si dices que todas las cosas son
vacias, entonces dicha afirmación debe ser también vacia”. “Ese argumento debe
ser incapaz de negar la naturaleza propia de las cosas, porque un fuego que no
existe, no puede quemar”.[16]
A lo que Nagarjuna responde que: “Si mi afirmación no existe, ¿entonces no
queda así demostrada la vacuidad de las cosas?” “El hecho de que las cosas
existan de un modo condicionado es lo que llamamos vacuidad, porque lo que
existe en forma condicionada carece de naturaleza propia. Llamamos vacuidad a
lo que existe en dependencia de todas las cosas.”[17]
Aquí Nagarjuna asume que las cosas tienen la misma naturaleza que las palabras,
concibe al mundo como texto. Luego, el contrincante menciona: “No hay palabras
que no tengan referente.”, esto quiere decir, que las palabras designan cosas,
por lo que las cosas deben de existir para dar sentido y realidad al lenguaje.
Pero Nagarjuna contesta que: “Dado que las cosas no tienen naturaleza propia,
las palabras que las designan tampoco las tendrán. Por esta razón son vacias y,
siendo vacias, inexistentes.”[18]
Esto quiere decir, que su existencia es meramente convencional, y no esencial.
En Nagarjuna las
ideas coinciden con el mundo en contingencia y provisionalidad, no son algo
superior ni puro, y las cosas dejan ya de verse a través de las ideas, pues
estas han dejado de ser su modelo. Las cosas del mundo carecen de esencia, pero
eso no las convierte en nada, pues tienen una naturaleza convencional. Si la
naturaleza de las cosas es su convencionalidad, el mundo se asemeja a un
lenguaje y sus cosas a designaciones y acuerdos pactados. Las cosas viven
insertadas en una red (intertextualidad) y coinciden momentáneamente.
Encuentros provisionales, como el de un sustantivo y un adjetivo. La esencia de
las cosas se asemeja pues a la esencia de lo literario. El mundo se hace
literatura, y si la esencia del texto consiste precisamente en eludir toda
determinación esencial, esa esencia habrá que reinventarla constantemente, en
cada lectura, en cada configuración de la imaginación, en cada encuentro. Así,
la filosofía se convierte en narración y su lógica en testimonio de lo que el
mundo es. Puesto que Nagarjuna, como fundador de una de las escuelas más
importante del budismo mahayana (Gran Vehículo) que considera que el mundo es
tan sólo un ilusión construida por el lenguaje, propone entonces el uso de este
mismo lenguaje para desarticular la ficción y llevar al ser humano hacia un
despertar de la conciencia de vacuidad. Esto sugiere que existe una conexión
secreta entre el arte de contar historias y la erradicación del sufrimiento, la
liberación y el despertar.
Conclusión
En el mundo no
existen dos cosas iguales, nada es idéntico a otra cosa. La identidad es por
tanto imposible. La identidad solo tiene sentido en el universo del lenguaje.
La lógica es el esfuerzo por ordenar el mundo y organizar la experiencia, el
esfuerzo por pensarlo, no es posible sin la abstracción, sin ese olvido de las
diferencias y las particularidades, para poder aprehender la generalidad. La
lógica parecería, según esta descripción, la enemiga de las diferencias, la
enemiga de la diversidad. Vivimos en un mundo sin esencias (un mundo vacio) y
la verdad que podemos confeccionar de dicho modo es una verdad sin
correspondencia. De ese modo, si la
verdad es tan sólo una ordenación lógica coherente con las reglas gramaticales
del lenguaje, podemos evidenciar que nada de lo hemos argumentado y explicado
en este ensayo es verdad. Tú, mi querido lector, has sido engañado una vez más por el lenguaje, por su aparente
conexión ordenada y coherente de palabras, de significados, de narraciones.
Esto no es más que un pequeño cuento, una historia y una ficción. Concluyo con un monólogo del Prospero de la
Tempestad, del dramaturgo William Shakespeare, en el que nos revela el engaño
en el que hemos caído, puesto que las fantasmales realidades en las que creemos
habitar, se muestran como escenificaciones, como puro teatro y entonces
Prospero nos dice:
Nuestra
fiesta ha terminado. Los actores,
como
ya te dije, eran espíritus
y
se han disuelto en aire, en aire leve,
y,
cual la obra sin cimientos de esta fantasía,
las
torres con sus nubes, los regios palacios,
los
templos solemnes, el inmenso mundo
y
cuantos lo hereden, todo se disipará
e,
igual que se ha esfumado mi etérea función,
no
quedará ni polvo. Somos de la misma
sustancia
que los sueños, y nuestra breve vida
culmina
en un dormir.
FIN
[1] WITTGENSTEIN, Ludwig –
Tractatus Logicus-Philosophicus. P. 5.6
[2] FOUCAULT,
Michel. Arqueología del saber. P. 65
- 67
[3] Ibidem.
[4] FOUCUALT,
Michel. Las palabas y las cosas. P.
13
[5]
GADAMER, Hans Georg. Verdad y Método.
[6] Ibidem.
[7] SCAVINO,
Dardo. Pensar sin certezas. P. 36
[8] Ibidem.
P. 37
[9] Ibid.
P. 37
[10] RICOEUR,
Paul. Sí mismo como otro. P. 112
[11] Ibid. p. 113
[12] Ibid. p. 117
[13] Ibid. P. 139
[14]Ibid. P. 107
[15] NAGARJUNA.
Abandono de la discusión. P. 27
[16] Ibidem.
P. 32
[17] Ibid.
[18] Ibid. P. 47
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