El sueño
eterno:
“La
relación entre lo diurno y lo nocturno en el romanticismo”
Introducción:
La
cultura occidental, ha establecido los parámetros de conocimiento y de desenvolvimiento
humano únicamente dentro de los límites de la razón. Es la herencia moderna la
que nos ata a comprendernos a nosotros mismos siempre desde esa perspectiva
racional, diurna. Todo fenómeno que no pueda ser explicado desde la razón es
expulsado de los ámbitos de interés de investigación. Esta actitud racionalista
se corresponde a una noción del ser humano como ser racional, y todo aquello
dentro del hombre que no se apegue a la razón, es desechado de la atención
cultural. Lo racional, se vincula con la vigilia, con estar despierto y
consciente, por lo que el sueño, se asocia con lo irracional, con la dimensión
incoherente del ser humano. Esta
división, es una configuración particular de esta época dominada por la razón,
sin embargo, han existido otras épocas en que dicha división no se encuentra
tan marcada, o al menos se toma con mayor importancia el fenómeno onírico como
parte constitutiva del mismo ser. Esta aceptación o negación del sueño dentro
de la cultura de un determinado periodo histórico, marca las pautas de su
pensamiento, su arte y su filosofía, por lo que nos dice el filólogo y crítico
literario Albert Béguin, que “toda época del pensamiento humano podría
definirse, de manera suficientemente profunda, por las relaciones que establece
entre el sueño y la vigilia” (Béguin, 1954, p. 11) Por esto mismo, me propongo
revisar esta relación del sueño y la
vigilia dentro del periodo histórico denominado como “Romanticismo”. En
este ensayo nos enfocaremos en la captación cultural del romanticismo para con
el fenómeno onírico, vislumbrando el papel que juega la poesía y el sueño en la
comprensión de la cultura de los elementos irracionales como evidencia de una
realidad eterna e infinita.
1.- Cultura como expresión de la
relación entre sujeto y objeto
Toda
cultura se desarrolla partiendo de sus principios ontológicos, es decir, su
concepción del ser, su idea de la realidad absoluta, su cosmovisión. De acuerdo a sus conceptos filosóficos, se va
ordenando la cultura como una forma de interacción entre los contenidos
abstractos y los seres concretos. Para Georg Simmel, esta ordenación de la
cultura como adecuación a lo que él llama “exigencia ideal”, se da conforme a
relación de dos conceptos fundamentales para la estructura de cualquier cosmovisión:
el sujeto y el objeto. Todas las culturas se han planteado este problema como
condición fundamental de la cosmovisión a la que se adhieren. Hay culturas que
contemplan la realidad absoluta como únicamente en el objeto, por ejemplo el
naturalismo, que concibe al mundo como una sustancia ajena al sujeto, quien
únicamente capta lo que está ahí en el fondo de lo real y lo conoce mediante la
adecuación de sus capacidades cognitivas con lo que está ahí afuera. Por otro
lado, existen culturas que otorgan al sujeto la verdadera realidad y derivan el
objeto de éste, es decir, el objeto sería una creación del sujeto, una
proyección de los contenidos inherentes al sujeto cognoscente. Pero Simmel nos
habla de la imposibilidad de negar uno u otro aspecto de esta polaridad que se
necesitan la una a la otra para existir, ya que “sujeto y objeto se desarrollan
simultáneamente, pues cada uno de ellos sólo en el otro y en su mutua relación
de oposición puede alcanzar su sentido” (Simmel, Problemas fundamentales de la
filosofía, p. 79). Pero si no podemos negar a cualquiera de los lados de esta
relación entre sujeto y objeto, entonces no nos queda más que decir que ambos
forman parte de una misma sustancia, conforman una unidad que contiene a la
aparente dualidad. A sí mismo, esta unidad sería la realidad absoluta, el fondo
subyacente de todo cuanto existe, y nuestro conocimiento de esta unidad,
implicaría la correspondencia, la unión de sujeto y objeto. “Esta unidad se
llama entonces verdad: la coincidencia de la representación subjetiva con el
ser objetivo” (Simmel, Problemas fundamentales de la filosofía p. 79)
Si
esta unidad abarca la realidad tanto del sujeto, como del objeto, entonces
dicha separación no es más que una especie de ilusión, o una representación que
nos hacemos para poder interactuar con lo real. Ahora bien, esta es una postura
que ya ha sido tratada por la cultura oriental en distintas matices, siendo el
hinduismo una de estas culturas que toman la realidad del sujeto-objeto como la
unidad absoluta que trasciende la separación. A esta postura podemos llamarle
“el monismo, que atribuye un ser absoluto al sujeto y objeto simultáneamente.
Los Upanishads enseñan que
hay que adentrarse hasta el último fondo de sí mismo para alcanzar la verdad
definitiva; pero lo que el hombre encuentra allí no es ya el sujeto, sino algo
absoluto que está sobre la oposición de sujeto y objeto, porque es lo
absolutamente unitario y lo absolutamente real en el que no hay lugar para una
dualidad que es sólo un producto engañoso de nuestra ilusión.” (Simmel,
Problemas fundamentales de la filosofía, p. 87) Es justamente en esta unidad
absoluta, que trasciende la división del sujeto y objeto, donde se encuentra el
fondo mismo de la realidad, desde donde todo surge y toma forma limitada, separada
de la totalidad, en donde se fragmenta la unidad y se escinde en un sujeto y un
objeto. Por supuesto que, dicha unidad absoluta, se muestra entonces como el
elemento ordenador de la realidad, como el fundamento ontológico que da sentido
a la experiencia de la vida humana y que consecuentemente lleva al hombre a
producir su cultura en torno a esta cosmovisión. Podemos encontrar un ejemplo
de este tipo de cosmovisión dentro del período histórico que conocemos como el
.
2.- Sueño y vigilia a la luz del romanticismo
Hemos hablado ya de la unidad absoluta del sujeto y
objeto, pero en la vida despierta nos topamos con la realidad dividida entre
ambas polaridades. El sujeto (el yo que percibe) y el objeto (aquello que el yo
percibe) se encuentran escindidos en nuestra experiencia de vigilia, y en
nuestra cultura occidental, racional-materialista, no podemos sino tomar por
realidad absoluta al mundo externo que se nos manifiesta como el objeto. El
estado de vigilia, como portador de una conciencia racional, es la única manera
de interactuar con lo real, ya que el sueño se concibe como ajeno a los
dominios de la razón, por lo que se desecha como una especie de alucinación
caótica y oscura de la cual el hombre no puede extraer ninguna forma de
conocimiento, pues la realidad es racional y el sueño es irracional, y por
tanto, irreal. Esta es, la cosmovisión dominante en nuestra época, heredera de
un capitalismo materialista como cultura hegemónica y por tanto, un naturalismo
objetivista, que niega la realidad del sujeto como relevante para la realidad
absoluta. Sin embargo, en este trabajo me enfocaré en revisar la relación entre
el sueño y vigilia a la luz de otra época en la cual la cultura permitía un
mayor acercamiento a los elementos de lo irracional, como la intuición, el
sentimiento, el instinto, y por su puesto: el sueño.
En
el siglo XVIII, occidente estaba viviendo cambios muy drásticos debido a la
revolución francesa que en 1792 logra abolir la monarquía de Francia, para
proclamarse como una República. Alemania fermentaba una nueva cosmovisión
encabezada por los artistas, poetas y pensadores que caracterizaron la época
del llamado Romanticismo. Este
movimiento pretende efectuar una fuerza reactiva al dominante racionalismo de
la ilustración francesa y se caracterizaba por una constante búsqueda de la
libertad, la divinización de la naturaleza, la profunda necesidad del arte y
una insaciable sed por lo infinito. Bajo esta visión, el individuo se exalta
como reflejo micro-cósmico de la totalidad y la religión se considera como la
relación con lo Eterno e Infinito[1]. Los estudios sobre el romanticismo, de Albert Béguin,
nos hablan de que dicha distinción entre los elementos racionales (diurnos) e
irracionales (nocturnos), es una distinción que se trató de rechazar en la
época romántica, pues tanto poetas, como psicólogos y filósofos, tomaban en
cuenta aquella otra experiencia de la realidad que no se ajusta a los límites
de la razón. “Todos los románticos admiten que la vida oscura se encuentra en
incesante comunicación con otra realidad más vasta, anterior y superior a la
vida individual(…) El romanticismo, buscará, aun en las imágenes mórbidas, el
camino que conduce a las regiones ignoradas del alma(…) para encontrar en ellas
el secreto de todo aquello que, en el tiempo y en el espacio, nos prolonga más
allá de nosotros mismos y hace de nuestra existencia actual un simple punto en
la línea de un destino infinito.” (Béguin, 1964, p. 21) Debido a que el romanticismo es una época en
la cual existe esta aspiración a lo infinito, la unidad finita del individuo se
piensa como una limitante para entrar en contacto con aquella realidad que
trasciende esta separación de sujeto y objeto, pues la disolución de las
polaridades, nos pone en una íntima relación con la realidad absoluta, que es
eterna e infinita. Por lo mismo, las facultades racionales de la consciencia
despierta se muestran como insuficientes para la captación del fondo último de
la realidad, y por ello, el hombre debe buscar en otras regiones distintas a la
conciencia diurna, a la vigilia, pues “para los románticos, el
alma no puede ser sino el lugar de nuestra semejanza y de nuestro contacto con
el organismo universal, la presencia en nosotros de un principio de vida que se
confunde con la propia Vida divina. Y, como nuestra psique consciente es la
psique posterior a la separación, encerrada en sí misma, será preciso postular
otra región de nosotros mismos a través de la cual la prisión de la existencia
individual se abra a la realidad.” (Béguin, 1964, p. 108)
Esa
otra región del alma, plataforma subterránea de la conciencia, la encuentran
los románticos en las actividades inconscientes, desprendidas del control
racional de la conciencia diurna, por lo que el sueño y la vigilia son estados
en los cuales el hombre oscila entra las polaridades mismas del ser absoluto,
ya que el romántico siente esta separación de la totalidad, pero sabe que en el
fondo también participa de la unidad absoluta, y el estar despierto es tan sólo
uno de los aspectos mediante el cual se muestra la realidad, pues estar
despierto significa estar consciente, consciente de nuestra individualidad y
por tanto, de nuestra separación de la totalidad. El sueño, sin embargo, es una evidencia de nuestro contacto con
la otra realidad, aquella en la cual no existe separación y nos fundimos
nuevamente con la realidad universal, ya que “durante nuestra
existencia, nuestra propia vida psicológica lleva el reflejo de nuestra doble
participación en la vida separada y en la Vida total (…) Consciente e Inconsciente
son, de esa manera, un aspecto de la gran “polaridad” que ordena todo el
proceso de la vida según las tendencias a la separación y a la reunión.”
(Béguin, 1964, p. 111) Habiendo encontrado en esta polaridad rítmica, el
indicio de una conexión profunda con el universo, se desprende entonces que “la
alternancia de vigilia y sueño es la expresión más asombrosa de nuestra
inserción en la vida cósmica y de esa analogía rítmica que es el lazo
universal” (Béguin, 1964, p. 111)
3.- Realidad absoluta y matriz cósmica
Y
aquí es donde entra esta discusión en torno a las nociones que toda cultura
utiliza para designar su concepto de realidad y por tanto su ordenación
cultural. El objeto y el sujeto, en el romanticismo, vienen a jugar el papel de
la realidad separada y la realidad unida, lo finito y lo infinito. Pues el
objeto es aquello que podemos decir que es real en cuanto que se muestra como
una realidad compartida con los otros, es decir, es una realidad en donde
existe la separación entre el Yo y el No-Yo[2] y por tanto cada cosa
posee su individualidad, separada de todo lo demás, y esta realidad “objetiva”
se le atribuye a la consciencia despierta, a la vigilia. Este entramado de
conforma entonces
uno de los polos de la realidad absoluta. En cambio, al cesar la razón de
operar en nuestra consciencia diurna, en la vigilia, nos desplazamos a un
estado de plena interioridad, nos sumergimos en el sueño como un momento de
suspensión de la polaridad y toda separación se repliega
en una misma densidad que sintetiza las polaridades para fundirnos
momentáneamente, en la realidad absoluta e infinita. Esta es la idea romántica
de la unidad de sujeto y objeto, pues “la concepción romántica afirma que el mundo
llamado es simplemente un plano convencional sobre el cual nos
entendemos, un plano que para la comodidad de nuestras
relaciones humanas, mientras que el mundo de los sueño proviene de nuestro
interior y nos es realmente común a
todos, porque todos participamos de él o porque en él participamos de la
Realidad universal” (Béguin, 1964, p. 118) Pero, ¿Qué es finalmente aquella
realidad universal en la cual nos sumergimos durante el sueño? ¿Cómo se
relaciona el sue ño con
esta unidad primordial?
En
el romanticismo, esta apertura, este dialogo entre sujeto y objeto, entre
consciente e inconsciente, entre sueño y vigilia, no se encontraba tan
escindido como actualmente se encuentra en nuestra cosmovisión, es por ello que
ellos pudieron acercarse a un conocimiento intuitivo en el cual se vislumbraba
la realidad infinita y absoluta detrás de la aparente división y separación de todas las cosas, y Albert
Béguin nos recuerda la concepción romántica del sueño, en el que todavía se
encuentra esa conexión con las raíces de todo lo existente. “El sueño nocturno es algo más que una
del Sueño eterno: es una supervivencia suya, la presencia
real, en nuestro último fondo, en el corazón, de la unidad primordial. Es
alusión a un estado original, insondable, que sólo posee realidad plena antes
del nacimiento y después de la muerte” (Béguin, 1964, p. 132) La vida es
entonces un momento intermedio entre aquello de donde vinimos y aquello hacia
dónde vamos, que bien es la misma sustancia infinita e inefable, cuya realidad
se ha captado bajo distintos nombres en distintas culturas, y de hecho la
experiencia de contacto o fusión con esta realidad primordial o absoluta,
constituye la base de toda experiencia mística, misma que se manifiesta a
través de todas las culturas y sus religiones mediante “una experiencia radical, idéntica en todas las religiones
y que constituiría su núcleo esencial: la experiencias de un contacto directo,
de unión estrecha, del hombre con la verdadera realidad, representada bajo
formas diferentes como lo Absoluto, lo Divino, el Uno, el Brahman, por las
diferentes doctrinas religiosas o teológicas. Esa experiencia constituiría la
esencia de la mística que la comparación de los diferentes fenómenos místicos
permitiría captar con facilidad” (Velasco, 2003, p. 36). Para los románticos,
el sueño
es una vía igualmente válida para acceder a esta experiencia transcendental,
experiencia que marca la apertura hacia lo infinito, y que por tanto, sitúa al
hombre frente a su mundo como una entidad que co-participa en los procesos de
creación de la realidad; en otras palabras, que le hacen tomar consciencia de
su divina procedencia, de su raíz cósmica.
Conclusión:
Como hemos visto, en el fondo de toda realidad, subyace
la unidad primera, la universal densidad que abarca todo lo existente. Desde
esa primigenia realidad condensada, emanan fuerzas impulsivas que surgen como
imágenes, como sueños o como imaginaciones. Pero nuestra cultura racionalista
les ha cerrado la puerta a estas manifestaciones de lo uno primordial dentro de
nuestra experiencia de vida. No es sino hasta que surge el psicoanálisis que
occidente empieza a hacer caso a los impulsos irracionales de lo inconsciente,
y así nos los hace ver uno de los pioneros en esta disciplina que se ocupa de
la psique, Carl Gustav Jung, quien nos dice que “nuestra cosmovisión
ha resultado ser demasiado estrecha para dar cabida a estas fuerzas en una
forma cultural.” (Jung, 2001, p. 21). Y es que la cultura de occidente se ha
negado a integrar los elementos irracionales de la vida humana dentro de su
cultura, por lo que “hay muchas cosas de las que no somos consciente porque
nuestra cosmovisión no les concede espacio alguno, porque la educación y la
formación que recibimos jamás las han estimulado y, si acaso han desaparecido
en la consciencia como ocasionales fantasías, son inmediatamente reprimidas. La
frontera entre lo consciente y lo inconsciente la determina en gran medida
nuestra cosmovisión.” (Jung, 2001, p. 27) Pero es precisamente aquella
dimensión oculta dentro de la psique del hombre, la que nos permitiría
ensanchar nuestra comprensión sobre nosotros mismos y nuestra posición en el
universo, pues al negarnos a escuchar los susurros de lo inconsciente, perdemos
de vista el origen de donde emana todo lo existente. Así pues, una de las
tareas de la filosofía contemporánea, sería la de buscar integrar estos
elementos irracionales dentro de la cultura, permitir el tránsito de lo
inconsciente hacia nuestra vida despierta, ya que “el sueño es una prefiguración del momento bienaventurado en que
el alma romperá sus cadenas, y, al mismo tiempo, es para el cuerpo un retorno
necesario a las fuentes de la vida, una vuelta al seno materno, henchido de
infinita dulzura” (Béguin, 1964, p. 157) Volver a las raíces, a
la matriz cósmica desde donde todo surge, para poder enriquecer nuestra
existencia en el devenir de la vida separada, cuyo rítmico deambular entre lo
caótico y lo ordenado, lo disperso y lo reunido, el sujeto y el objeto, el
sueño y la vigilia, sea una forma más de acercamiento del hombre finito, con la
unidad primordial y la realidad infinita.
Bibliografía
BÉGUIN,
Albert. El alma romántica y el sueño.
Ed. Fondo de Cultura Económica 1954.
SIMMEL,
Georg. Problemas fundamentales de la
filosofía.
REALE,
Giovanni y Dareio Antiseri. Historia del
pensamiento filosófico y científico, Tomo III. Ed. Herder 1992.
JUNG,
C. G. Civilización en transición. Ed.
Trotta, 2001.
VELASCO,
Juan Martin. El fenómeno Místico, Ed.
Trolla, Madrid, 2003.
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