Sunday, July 27, 2014

El mal y lo sagrado: Ensayo sobre arte, perversión y muerte




El mal y lo sagrado:
Ensayo sobre arte, perversión y muerte

Introducción a la putrefacción del arte
El día 21 de junio del 2014, se realizó en la ciudad de monterrey un evento titulado “Pervertere: Arte, perversión y muerte”, en el que se expusieron dibujos, pinturas, collage y demás piezas de arte plástico, pero además, se realizaron tres performance alusivos al tema de dicho evento. Todo esto en el marco de despedida de un artista de la ciudad de monterrey al que se le conoce como “Charlie Chamuko”. Con este ensayo pretendo dilucidar mi experiencia al respecto de los performance ahí presentados.
El arte contemporáneo parece mostrarse como una entidad sumamente bizarra y misteriosa. Quien se hace llamar artista en la actualidad, se ve obligado a confrontar a esa oscura fuerza que impulsa al creador a someterse a los designios de aquello que llamamos “arte”. En particular, el fenómeno artístico del performance, presenta una serie de características bastante heterodoxas, que por lo general suelen transportar al espectador a un estado de pánico[1], de terror, de vértigo, y algunas veces, de éxtasis. En este evento realizado en la ciudad de monterrey, los espectadores fuimos partícipes del misterioso abismo que rodea al arte contemporáneo. En una época en la que los artistas han presenciado la ruptura de todos los absolutos, anunciada por la consigna de Nietzsche de que “Dios ha muerto”, y posteriormente, la que anuncia que “el arte ha muerto”, como menciona Danto; así pues, el arte actual deambula como una entidad  en proceso de putrefacción, por la que prolifera la estética de lo no-muerto (el zombie, el vampiro, el fantasma, etc.) En ese ambiente fúnebre se produce la obra de arte contemporáneo y la experiencia de los espectadores ante el suceso creador/destructor que implica el performance, nos lleva a modo de ritual religioso a un sacramento del misterio innombrable, en el que en vez de la ostia, devoramos la carne muerta de lo sagrado.
1.- Sadomasoquismo y arte
El primer performance aconteció alrededor de las 8:30pm. En él se pudo apreciar al artista local Jaziel Contreras, quien acompañado de una criptica música abismal procedía a amarrar todo su cuerpo. Los nudos que ataban su cuello y sus extremidades, eran nudos clásicos de las prácticas del bondage y del sadomasoquismo. Parecía estar ligeramente asfixiado por los amarres, cortando un poco la circulación de la sangre por sus brazos y piernas. Después de este auto-sometimiento, tomó unos globos negros, sostenidos por unas agujas que encajó en distintas partes de su cuerpo. Tras ello, comenzó a meter, en un movimiento similar a la felación,  su mano a la garganta, empujándola cada vez más profunda hacia su boca, con lo que parecía estarse provocando un vómito, del cual tan sólo salió algo de tinta negra. Al final, desamarró las sogas que le asfixiaban y comenzó a decir algo como: “Por un momento, dejar de ser yo, por un momento…”   Aquí terminó su presentación, dejando a los espectadores como perplejos ante aquella expresión que se hacía llamar “arte”. Escuché de algunos que les provocó asco, a otros un “no sé qué” que le provocaron nauseas, otros simplemente enmudecieron y se quedaron sus opiniones. Sea lo que sea que intentaba expresar el artista, lo que aconteció ante nuestros ojos, fue la devastadora presencia del arte.
El arte parece rechazar toda tipo de explicaciones racionales, elude la enunciación definitiva y se sacude todas las teorizaciones y especulaciones que se hacen al respecto de su presencia. El arte, al igual que la experiencia religiosa, “puede llevar a la embriaguez, al arrobo, al éxtasis. Se presenta en formas feroces y demoniacas”[2]. Es decir, se corresponde al concepto del Mysterium Tremendum del que nos habla el fenomenólogo de la religión Rudolf Otto, para quien el “misterio no significa otra cosa que lo oculto y secreto, lo que no es público, lo que no se concibe ni entiende, lo que no es cotidiano y familiar.”[3] Y bajo esta óptica, el arte intenta captar y expresar aquel enigma, que se presenta como lo numinoso[4], lo que trasciende las capacidades racionales de entenderlo mediante la palabra y el raciocinio. Lo numinoso, para Rudolf Otto, equivale a lo sagrado, como realidad inasequible por el intelecto humano. En este sentido, el arte cumple una función de acercarnos a lo sagrado. El misterio se presenta ante el artista y exige ser expresado. En particular, el performance implica un sometimiendo del artista hacia aquella fuerza misteriosa, que toma su cuerpo y lo convierte en expresión misma de lo numinoso. El artista, al momento de realizar un performance, se anula como sujeto y permite el ingreso de lo numínico, de lo que excede al hombre, lo sagrado. Por ello mismo, el artista se auto-aniquila, se sacrifica simbólicamente ante la poderosa energía simbólica que opera en su cuerpo y que le hace desarrollar las acciones de su propia muerte momentánea. Muere la voluntad del yo, y el performance es el funeral que realiza la memoria de su propio cuerpo, su fantasma. Una fuerza inescrutable toma posesión del artista, quien se deja tomar por la locura y permite la emergencia del caos.  Debido a esa inaccesibilidad absoluta del arte ante el artista, la actitud que toma éste último ante aquellos oscuros impulsos, es el de sometimiento. Un dios sádico atrapa al artista y éste se doblega y se humilla de manera masoquista ante las exigencias del arte.
2.- La violación del espectador
Ante este ritual fúnebre, el espectador contempla por unos momentos lo sagrado, y le produce un terror inexplicable, ¡temor y temblor!, como diría el filósofo danés Soren Kierkegaard. Algo muy similar menciona Antonin Artaud, cuando nos dice que “Como la peste, el teatro es el tiempo del mal, el triunfo de las fuerzas oscuras”[5], pero el mal que produce, es “el equilibrio supremo que no se alcanza sin destrucción. Invita al espíritu a un delirio que exalta sus energía”.[6] Por supuesto, la idea que tiene Artaud del teatro, se asemeja más al performance, que a la representación teatral, puesto que es una anárquica irrupción poética del espacio, una puesta en escena de la metafísica del momento. Así pues, aquella presencia del mal, a la que acude el espectador frente al performance, se corresponde una reacción instintiva en la que se entra a un estado de pánico. El pánico tiene también una dimensión arquetípica, nos dice James Hillman, que provoca un retorno a los instintos primarios, a la profunda animalidad del ser humano. Ese oscuro impulso inconsciente, esa reacción instintiva, se puede encontrar en la mítica figura del dios Pan. James Hillman escribe en su libro Pan y la pesadilla acerca del dios-cabra, dios del instinto, la pasión, la naturaleza, la sexualidad salvaje y la violación. Para la psicología arquetipal que desarrolla Hillman, Pan es “el dios de la naturaleza , se trata entonces de nuestro instinto.”[7] Por ello, entrar en pánico, es ser violado por esta realidad imaginal de los instintos, ser raptado por un momento hacia aquellas regiones salvajes de la psique, donde lo inconsciente toma control y comenzamos a percibir la realidad como una especie de pesadilla. La pesadilla es también una instancia psíquica, una manifestación del sueño en donde se presentan las fuerzas instintivas del inconsciente bajo las imágenes del miedo. “En la pesadilla regresa la naturaleza reprimida, tan cercana, tan real que sólo podemos reaccionar de un modo natural ante ella, esto es, nos volvemos totalmente físicos, somos poseídos por Pan, gritando, pidiendo a gritos luz, consuelo, contacto. La reacción inmediata es una emoción demóniaca. El instinto nos devuelve al instinto”.[8] Recordemos que para la cosmovisión cristiana, el instinto sexual es una manifestación de las fuerzas del diablo, ese ser cornudo con patas de cabra que representa el mal. El dios Pan, adorado en la grecia antigua, se convirtió en el diablo, cuando el cristianismo sometió a las religiones paganas, condenando así las oscuras fuerzas de la sexualidad y del instinto. Por ello, las energías que se evocan en el performance, tienden a liberar los instintos reprimidos, aunque no de manera gratuita, sino por medio de una violación simbólica. “La violación constituye el paradigma de la penetración y fecundación divina del resistente mundo de la materia”[9]  Así pues, el arte llega como una especie de irrupción de la efímera realidad de las imágenes y de lo sagrado, sobre la materialidad y corporeidad de lo profano: “La violación de Pan, (…) constituye un encuentro cara a cara con la fuerza animal del cuerpo.”[10] Se trata de la unión del impulso monstruoso de la realidad y la inocencia herida de una falsa confianza en la instancia psíquica del yo. En otras palabras, el es violado para abrirla a la experiencia de la realidad supra-racional, o en otros términos, de lo sagrado.
3.- La santidad del artista.
Alix Patiño nos ofreció la segunda presentación. El escenario era el techo del espacio de exposición. Ahí había una especie de vitrina, que asemejaba una capilla en donde se guardan los santos. Una foto de la artista se posaba sobre la vitrina y debajo de ella, una veladora prendida. Del cuello de Alix colgaba un collar con otra fotografía suya; se quitó la blusa y se quedó en calzones rosas. Después sacó de una bolsa una gran cantidad de chile piquín, y comió algunos cuantos, acto seguido, leyó un texto mientras una asistente repartió en una charolita un fragmento de texto y unos chiles a los asistentes. El fragmento decía:
“Más allá de la aniquilación que vendrá y que caerá con todo su peso sobre el ser que soy, que espera seguir siendo, y cuyo sentido mismo es, más que ser, el de esperar ser (como si yo no fuera la presencia que soy, sino el porvenir que espero y que no obstante no soy), la muerte anunciará mi retorno a la secreción de la vida. Así puedo presentir —y vivir en la espera— esa secreción multiplicada que celebra en mí anticipadamente el triunfo de la náusea.”[11]
Al terminar de leer el texto, se dirigió hacia atrás de la vitrina, donde tendió una manta blanca, se quitó el collar con su imagen y la colocó sobre la manta. Se desnudó por completo y se sentó de espaldas a cantar una canción norteña. Después de ello, una asistente tomó un tomate de una caja que se encontraba detrás de Alix y se lo lanzó con fuerza a la espalda, diciendo una palabra al final de su acto. Algunos de los que asistimos y que estábamos más cerca, hicimos lo mismo; lanzarle un tomate y emitir una palabra. Después de unos cuántos tomatazos, ya nadie pasó y hubo un silencio incómodo, nadie se movía. Tras un tiempo que duró con pesadez, Alix volteó a ver a los espectadores y les dijo: “Sobres banda, fusílenme”. Poco a poco se fueron acercando más participantes, quienes se volvieron ahora actores del drama sacramental que estábamos contemplando. La violencia desatada por el chocar de los tomates sobre la espalda de la artista, que salpicaba rojos fluidos como una orgía de sangre, detonó los instintos violentos de los espect-actores, quienes lanzaban los tomates con una agresividad cada vez más despiadada. Al terminar la masacre orgánica, Alix se paró y le lanzó alcohol a la manta donde se encontraba su foto. Encendió la manta, y el fuego consumió su imagen como en un ritual litúrgico. Después de ello, enunció algunas otras palabras y terminó el performance.
Todos los simbolismos utilizados en esta pieza, llevaban impresos los signos culturales de la mexicaneidad: el chile, el tomate, la música norteña, las actitudes religiosas, los santos y la agresividad machista.  Pero más allá de este traer a colación los iconos del imaginario regiomontano, el acto performático se llevó a cabo como en una especie de conversión religiosa, en donde la artista fue martirizada y su imagen consumida en el fuego sacramental, con lo que alcanzó un devenir de la santidad. Lo Santo, según Rudolf Otto, “contiene un elemento específico, singular, que se sustrae a la razón, (…) y que es inefable; es decir, completamente inaccesible a la comprensión por conceptos”. Y en ello consiste el acto de obediencia del artista hacia su arte, en buscar una relación directa con el misterio, convertirse en un fiel devoto de la revelación del arte. El arte como religión, como acceso a lo eterno y lo divino. Divinidad como vida, vida como arte.
En su ensayo sobre el erotismo, George Bataille analiza la violencia implícita en el erotismo, que nos abre a la muerte. Es decir, vivimos como seres aislados, separados unos de otros, cerrados, es decir, discontinuos. La continuidad sólo se da cuando no hay distinción entre lo uno y lo otro. Así, el acto erótico tiende a disolver la discontinuidad de los individuos, que significa una muerte momentánea del ser separado, y un retorno a la continuidad abierta de la vida. “Toda la operación erótica” – nos dice Bataille- “tiene como principio una destrucción de la estructura cerrado que es, en su estado normal, cada uno de los participantes del juego”[12].  En ese juego de sacar a flote las energías sexuales, los instintos animales de la vida orgánica, el performance aquí mencionado provoca una ruptura con la discontinuidad y nos muestra el camino a la muerte, disolución del individuo. “La desnudez” –continúa Bataille- “es un estado de comunicación, que revela un ir en pos de una continuidad posible del ser, más allá del repliegue sobre sí.”[13] En esa desnudez, el artista se abre ante el espectador, lo invita a desvestirse de sus límites, sus bordes, su discontinuidad, de sí mismo. Para aquel que se afirma como individuo separado y en posesión de sí mismo, la desnudez le aparece como una obscenidad, una violencia, una violación. Ciertamente el erotismo del arte es violento y trasgresor, pues nos conduce a la muerte del individuo separado, nos conduce a una íntima relación con aquello que nos supera. Nos comunica aquello que a la vez nos aterra y nos fascina: la mortalidad del individuo y la eternidad del ser continuo. El carácter ritual de este tipo de performance, en el que el artista se conduce como en un via crucis, donde se martiriza, se mutila, se ejerce una violencia a sí-mismo, no es sino una especie de ascetismo estético, un sacrificio de la individualidad profana del hombre mortal, que lo aproxima a la sagrada inmortalidad del arte. El artista adquiere el carácter de santidad, mientras que su beatitud solemne hace que el espectador sensible experimente ese mismo sentimiento de eternidad. “En el sacrificio, no solamente hay desnudamiento, sino que además se da muerte  a la víctima (…) y entonces los asistentes participan de un elemento que esa muerte les revela” es decir, lo sagrado. Y dice Bataille que lo sagrado es “justamente la continuidad del ser revelada a quienes prestan atención, en un rito solemne, a la muerte de un ser discontinuo”[14].Así pues, en este tipo de performance, el artista se sacrifica para alcanzar la experiencia mística, la que introduce en él mismo y algunos cuantos espectadores, lo que Freud llamaría el sentimiento oceánico, de unión, fusión con la totalidad. “La víctima, a la que se daba muerte colectivamente, adquirió el sentido de lo divino. El sacrificio la consagraba, la divinizaba.”[15]
4.- La transgresión caníbal y los excesos del arte.
 El último acto performático, fue el de “Charlee Chamuko”. El acto comenzó con una breve explicación de la palabra “canibalismo” y luego nos ofreció en la parte superior de un cráneo humano, una especie de polvito color negro, rugoso y con olor amargo. Tras repartirlo a sus espectadores, nos explicó que eran trozos de su carne muerta, piel que se ha caído de su cuerpo. Nos invitó a comer parte de su cuerpo, como una ofrenda sacramental, y proyectó sobre una pantalla una serie de imágenes que mostraban pinturas acerca del canibalismo, escenas reales de humanos comiendo carne de su estirpe, fotografías de caníbales famosos, esculturas antiguas que muestran las arcaicas prácticas de la antropofagia y demás imágenes que aludían al acto caníbal y su aparición en las distintas culturas. Al mismo tiempo, de las bocinas salía una música ridículamente graciosa, que ciertamente provocó algunas risas nerviosas, mientas Charlee comía pedazos de su carne muerta, y alguno que otro espectador bizarro (como yo) se atrevía a consumir el sacramento. Al terminar Charlee de comer su porción, se terminó la música y la exposición había terminado. Sin duda, el artilugio transgresor del tabú del canibalismo cumple la función de violentar los límites y rechazar las prohibiciones en un acto sagrado en el que hace participar a la comunidad humana de un acto que lo lleva a ingerir la realidad de la mortalidad del hombre. En ese acto de consumo humano, el caníbal se vuelve más que humano, pues incrementa su consciencia acerca del misterio de la muerte, como manifestación más cruda de lo sagrado.
El arte, en la actualidad, se sirve del exceso como una vía a lo infinito. La desnudez, la masturbación pública, las auto-mutilaciones, y demás rupturas de tabúes, no son sino un medio que el artista usa con el fin de alcanzar una experiencia extática, tanto en sí mismo, como en sus espectadores. Lo que se pone en juego con estas trasgresiones a la cultura “civilizada, es la destrucción de las ilusiones modernas acerca de la racionalidad humana, la individualidad del sujeto, y la autonomía del yo. Descorrer el velo de manera agresiva, supone una eclosión de la naturaleza instintiva e irracional inherente al hombre. Hacer resurgir aquella fuerza primigenia y voraz que la modernidad ha encadenado y reprimido en lo profundo del inconsciente. El ser racional que suponemos ser, es agredido, violado por el artista contemporáneo, quien nos muestra que en el fondo, existe una oscura realidad que hemos negado durante tanto tiempo, la realidad de lo sagrado. “Hay en la naturaleza, y subsiste en el hombre, un impulso que excede los límites (…) no podemos dar cuenta de ese impulso (…) pero sensiblemente vivimos en su poder.”[16] La fiesta, el juego y el arte, nos hacen sacar a flote aquellas fuerzas reprimidas, liberan energías que conducen a los excesos que se ponen de manifiesto donde la violencia supera a la razón. Las prohibiciones, sirven al propósito de contener las destructivas fuerzas de la naturaleza primigenia, con el afán de mantener a raya el terror que implica para el individuo la destrucción de su existencia única y separada. El artista contemporáneo se propone a trasgredir las prohibiciones que sostienen a una cultura, a violentar las normas que reprimen la vitalidad humana, para liberar aquellas energías de lo inexplicable, otorgarle un espacio a lo sagrado. “El mecanismo de la transgresión aparece en este desencadenamiento de la violencia. El hombre quiso, y creyó, poder apremiar a la naturaleza oponiéndole de manera general el rechazo de lo prohibido.”[17] La trasgresión inyecta un brote de violencia, en este caso simbólica, que permite la emergencia del exceso, y el exceso nos lleva a la experiencia de lo sagrado. “El mundo profano es el de las prohibiciones. El mundo sagrado se abre a unas trasgresiones limitadas. Es el mundo de la fiesta, de los recuerdos y de los dioses.”[18] La constitución del mundo profano, está entonces fundamentada sobre las bases racionales de una realidad normalizada, regulada y ordenada según los designios de los seres discontinuos que lo conforman; los hombres. Los hombres prohíben aquello que fascina, que abre la puerta al desorden, al caos, a la muerte. Se vuelve tabú lo que cuestiona el orden establecido. La prohibición erige velos sobre la realidad, para construir un mundo controlable, habitable por los humanos. La trasgresión levanta los velos, para revelarnos la oscura irracionalidad de la naturaleza, la insoportable inhumanidad de lo sagrado. No por nada llega Foucault a derivar de la muerte de dios, la muerte del hombre. El hombre, es tan sólo una idea, una construcción del lenguaje que estructura nuestro pensamiento y ordena nuestro mundo. La transgresión del arte, abre de vuelta a la locura originaria, a la divina demencia en la que se disuelve el hombre con lo sagrado.
Conclusiones
En el mórbido juego del arte contemporáneo, el arte se presenta como una entidad siniestra que exige de los artistas la confrontación con el misterio, el abismo que llevamos por dentro, que nos somete a sus caprichos, nos devora con el tiempo y nos carcome hasta la muerte. El espectador es llamado hacia la trampa del arte como una fuerza que le supera, que lo atrae hacia ese mismo poder oscuro que viola sus sentidos, sus expectativas, su visón de sí mismo y de la realidad que le rodea. El espectador acude al llamado del mal, y experimenta en sí mismo las energías diabólicas del pánico, sucumbe ante las pesadillas que le recuerdan de aquella realidad subyacente, de la oculta multiplicidad de dioses que rigen nuestras vidas desde el inconsciente, el inframundo. El artista es aquel que sigue el misterio hasta sus últimas consecuencias, se santifica en el sacrificio  de su vida y se vuelve inmortal, adquiriendo vida eterna. Lo sagrado está ahí, esperando a reaparecer sobre la superficie del mundo, pero para ello necesita trasgredir los límites de la razón humana, violentar las estructuras sociales que mantienen al individuo como un ser aislado, desconectado y cerrado. La prohibición debe ser desnudada para permitir el retorno de lo sagrado. Quizás el arte contemporáneo sea aquel exceso, aquella transgresión caníbal que nos impulsa a devorar lo que resta de la humanidad, llevarlo a la muerte y hacer resurgir de sus cenizas, lo sagrado en nosotros.
Bibliografía:
OTTO, Rudolf. Lo santo, lo racional y lo irracional en la idea de Dios. Ed. Alianza, 1991
ARTAUD, Antonin. El teatro y su doble. Ed. Debolsillo, 2006
HILLMAN, James. Pan y la pesadilla. Ed. Atalanta, 2007
BATAILLE, George. El erotismo. Ed. Tusquets, 2008


[1] El pánico, como un estado en el que acudimos a las fuerzas arquetípicas del dios Pan, un terror que nos remite a la animalidad del cuerpo, a la violenta realidad de la naturaleza. Infra.
[2] OTTO, Rudolf. Lo santo, lo racional y lo irracional en la idea de Dios. Ed. Alianza, 1991, p. 23.
[3] Ibidem.
[4] Kant hacia una distinción entre la realidad fenoménica, que es captable por nuestros sentidos y asequible por la racionalidad humana, y la realidad nouménica, que se escapa a toda posible captación, pues trasciende nuestras facultades racionales. En ese sentido, el númen, lo numinoso, es aquel excedente de realidad que nos rodea y que nos envuelve de una manera incomprensible. El númen, es lo sagrado.
[5] ARTAUD, Antonin. El teatro y su doble. Ed. Debolsillo, 2006, p. 32.
[6] Ibídem.
[7] HILLMAN, James. Pan y la pesadilla. Ed. Atalanta, 2007, p. 46.
[8] Ibidem. P. 45
[9] Ibid. p. 69
[10] Ibid. p. 77
[11] Aunque el papel donde se nos entregó este texto no venía el autor, reconocí la frase del libro sobre el erotismo de George Bataille.
[12] BATAILLE, George. El erotismo. Ed. Tusquets, 2008, p. 22.
[13] Ibidem.
[14] Ibid. p. 27
[15] Ibid. 87
[16] Ibid. p. 44
[17] Ibid. p. 71
[18] Ibid.

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