John Constantine y el fin del mundo
Soy el místico-bromista urbano John Constantine, estoy en una ciudad rodeada de montañas. Observo de reojo en las montañas, en las nubes y en las formas que aparecen en las casas y las calles que llegan a mi percepción, formas incompletas, patrones visuales que parecen advertirme algo, como si la luz que llega a mi retina, superpuesta a la posición específica del ángulo en donde me encuentro, generara patrones de interferencia, señales extrañas que no sé distinguir si son puro ruido informativo, o mensajes indescifrables. No entiendo lo que me quieren decir, por lo que ignoro esta intuitiva sospecha de que existe una inteligencia oculta que articula de manera velada, y avanzo sin preocupación alguna, restándole toda importancia a esa curiosa sensación que descarto como un mero brote de mi fantasía. Me muevo en dirección hacia el centro de la ciudad, acompañado por la luminosidad del día y, al llegar, veo que súbitamente se oculta el sol, y la claridad diurna es engullida por el nocturno velo azul oscuro que de la ciudad toma posesión. Se encienden las antorchas eléctricas que animan a la maquinaria citadina, los edificios destellan sus luces como un manto estelar que asemeja una noche estrellada atrapada en la jungla de concreto. Inmediatamente, llega una oleada de ovaladas figuras extraterrenas, naves espaciales que llegan cual metálico enjambre, cubriendo el horizonte celeste de un tapiz de platillos voladores. Las naves se ciernen de manera amenazante, lanzando rayos de colores fosforescentes por todas partes, mientras que la gente intenta huir de manera despavorida sin éxito alguno, todas ellas perecen ante el ataque alienígena. No me queda duda, estamos ante un arquetípico escenario que anuncia el fin del mundo.
Yo observo de manera atónita la escena y me invade un sentimiento de impotencia, sé que debería hacer algo para salvar a la humanidad, pero no tengo la menor idea de qué debería hacer, y me quedo observando cómo poco a poco la amenaza extraterrestre destruye todo rastro de vida, y yo me quedo paralizado, estupefacto ante el hecho innegable de saber que todo ha terminado Finalmente, uno de estos jinetes tecnológicos del apocalipsis, se erige sobre mí, cubriendo completamente mi percepción, negando ante mi mirada, la posibilidad de ver el Cielo. Del centro de este ovalado vehículo de metal, emerge un rayo de luz verde fosforescente, lanzado con toda su potencia luminosa hacia mí, y envuelto en esta brillante radiación luminiscente, mi cuerpo se desintegra, y sé que ha llegado la hora de mi muerte… Oscuridad. Un lienzo negro envuelve toda la escena, ninguna forma permanece. Y en el abismal trasfondo de la vacuidad, aparecen unas contrastantes letras blancas que anuncian:
Fin del Juego.
Comienzan a caer sobre este fondo negro una serie de nombres que aluden a los diseñadores, escritores, programadores y demás partícipes en la creación de este videojuego que yo llamé Existencia mientras vivía. Al finalizar los créditos, aparece en estas mismas letras blancas la pregunta: ¿Volver a comenzar? Y una flecha que indica que estoy a punto de iniciar nuevamente el juego…
Soy el místico-bromista urbano John Constantine, estoy en una ciudad rodeada de montañas. Observo de reojo en las montañas, en las nubes y en las formas que aparecen en las casas y las calles que llegan a mi percepción, formas incompletas, patrones visuales que parecen advertirme algo, como si la luz que llega a mi retina, superpuesta a la posición específica del ángulo en donde me encuentro, generara patrones de interferencia, señales extrañas que no sé distinguir si son puro ruido informativo, o verdaderos mensajes indescifrables. Soy el místico-bromista urbano John Constantine, estoy en una ciudad rodeada de montañas. Observo de reojo en las montañas, en las nubes y en las formas que aparecen en las casas y las calles que llegan a mi percepción, formas incompletas, patrones visuales que parecen advertirme algo, como si la luz que llega a mi retina, superpuesta a la posición específica del ángulo en donde me encuentro, generara patrones de interferencia, señales extrañas que no sé distinguir si son puro ruido informativo, o mensajes indescifrables. No entiendo lo que me quiere decir, y siento el impulso por dejar atrás estos crípticos mensajes del Universo y seguir adelante, sin embargo, intuyo que algo muy importante hay aquí, llevo toda mi atención y mi esfuerzo por desentrañar el enigmático lenguaje de símbolos que se me presenta a través del libro del mundo que se despliega ante mis ojos, y haciendo un esfuerzo por afinar mi atención del presente, logro comprender, sin palabras, el mensaje: “Civilizaciones extraterrestres vendrán a invadir, y con ellos concluirá una época del mundo humano. Se acerca el fin de un mundo, y de sus cenizas, nacerá uno nuevo.” Y entonces recuerdo este escenario de alienígenas invadiendo el planeta tierra, como si recordara una vida pasada, aunque al mismo tiempo sabía que eso nunca había pasado, porque yo estaba vivo aquí y ahora. Lo recuerdo como si se tratase de una vida pasada, o una iteración fallida de este universo, un eterno retorno que me ha traído de vuelta hasta este presente. Sé que tengo que encontrar la manera de evitar este asedio, si quiero evadir aquel funesto fin del mundo que ocurrió antes de que empezara éste. Voy hacia el centro de la ciudad, y observo atentamente los movimientos de los semáforos, los anuncios publicitarios, los patrones del tráfico de los automóviles, los gritos de los mercaderes y demás señales de vida de esta creatura colectiva que es la Urbe. Miro el policromático parpadeo de signos urbanos, como si la Ciudad me hablase en lenguaje cifrado, mirando de manera profunda, conjurando mi atención completa, replegando mi consciencia en el ahora, como una lupa magnificadora, desencadenando de mi atención de toda secuencia o consecución, liberándome así de mi historia personal, de todo mi pasado y mi futuro, para contemplar profundamente el misterio vivo del presente. Palpitando con un ritmo desconocido, cada instante trae consigo un devenir siempre evanescente, y al poner en silencio a la mente racional anclada a una identidad, un yo, un ego ficcional, entonces todo alrededor emite su canto. El mundo entero habla, cada movimiento expresa un gesto de su rostro vivo y parlante. El saber escuchar exige silencio interno. En ese estado de atención hermenéutica, la ciudad se vuelve un libro de concreto, y me dispongo a leer entre líneas, descifrando ahora sí su secreto. En un lenguaje hecho de situaciones pasajeras, cables eléctricos, conversaciones medio oídas, fragmentos de períodicos y comentarios de taxistas, el caótico tejido de la metrópoli me revela la clave para evitar la invasión alienígena. Y entonces llega la noche, y con ello la amenaza de otro mundo, platillos voladores aparecen en el escenario, pero ahora sé lo que debo hacer, y comienzo a deletrear las palabras mágicas que me entregó el universo mediante los signos citadinos. Invoco a las potencias de la Ciudad, conjuro hechizos de libertad, de triunfo, de hermandad, canto odas hacia la humanidad, y con esta magia urbana, logro dirigir la narrativa, y la historia concluye con una humanidad que ha vencido a su opresor estelar. Y de nuevo cae el telón oscuro que hace desaparecer todo escenario, todo personaje, toda historia del videojuego de la realidad. Y aparece en el centro de esta Nada de color negro, las mismas letras que anuncian que todo ha terminado:
Fin del Juego.
Pero, en esta ocasión, hay canción de fondo, que trae consigo una sensación de triunfo, de haber superado una prueba, de concluir exitosamente un ciclo y haberme desprendido de mi identidad como John Constantine y de su historia del Fin del Mundo. Aparezco en la cima de una montaña, pero ahora soy una imagen pixelada del simpático fontanero italiano de la serie de videojuegos que llevan por título: Mario Bros. Vuelvo a encarnar siendo Mario, pero ahora sé que soy un personaje de un videojuego, y al haber concluido la historia de este juego llamado “John Constantine y el Fin del Mundo”, estoy ahora en la sala de espera previa a todo juego de realidad, en un plano digital, en el mundo virtual que existe entre cada historia y cada videojuego. Sin ninguna misión, sin enemigos a vencer, sin ningún objetivo, ninguna meta, ninguna ficción. Descanso plácido en la vida entre vidas, en el plano anterior a cualquier forma de video-juego. Asciendo volando en dirección hacia una nube, y al entrar en su esponjosa textura, me encuentro adentro una especie de galería con pinturas que retratan a distintos personajes, y debajo de cada pintura, se erige una puerta. Una de estas pinturas me muestra la imagen de John Constantine, con su pícara sonrisa burlona. Sé que cada puerta es un acceso a otra vida, otra historia, otro personaje, otro juego. Contemplo las distintas puertas, y los rostros dibujados sobre ellas. ¿Qué vida me gustaría encarnar ahora? ¿Qué tipo de personaje me gustaría jugar? ¿Qué historia nueva te quiero contar, soñador?
Fin del Juego-Sueño.
